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Columna
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No somos pobres: somos estúpidos

Javier Cercas

EL 14 DE OCTUBRE de 2010, Giulio Tremonti, ministro de Finanzas italiano, exclamó: “¡Con la cultura no se come!”. En seguida aclaró, henchido de salero berlusconiano: “De cultura no se vive: háganse un bocadillo de cultura y empiecen por la Divina Commedia”. La mejor respuesta a la burricie de Tremonti fue un vibrante panfleto titulado La cultura si mangia!, donde Bruno Arpaia y Pietro Greco apenas dedicaban tiempo a demostrar lo obvio (que la cultura es el instrumento del que nos hemos dotado los seres humanos con el fin de llevar una vida digna) para demostrar lo que no parece tan obvio: que la cultura constituye el principal motor del desarrollo económico y social y que, en realidad, el mundo no come de las finanzas, sino de la cultura.

¿Saben esto los gobernantes españoles? ¿O consideran que la cultura es un lujo que no nos podemos permitir, y menos en tiempos de crisis? ¿Piensan lo mismo que Tremonti, aunque no lo digan? Son preguntas retóricas: no recordaré datos de dominio público, como los recortes bestiales padecidos por las universidades en la última legislatura o la subida del IVA cultural desde el 8% hasta el 21%; tampoco recordaré el contraste humillante entre el trato que los ingleses deparan a Shakespeare en el 400º aniversario de su muerte, inundando el mundo de él, y el trato que le estamos deparando a Cervantes: ¿es que tenemos en España algo mejor que ese viejo veterano de Lepanto? ¿Acaso podemos exhibir una carta de presentación comparable a la del tipo que inventó la novela moderna y contribuyó como casi nadie a crear la modernidad? ¿Qué demonios les contestamos a los periodistas de todo el mundo que nos preguntan si a nosotros, los españoles, Cervantes nos la sopla? Pero no perdamos los nervios; aunque la verdad: tampoco es tan fácil. Porque resulta que, además de Cervantes, los españoles poseemos una riqueza que los italianos, con todas sus inmensas riquezas, no poseen. “¡Ah, si nosotros tuviésemos América Latina…!”, dijo François Mitterrand. Y lo que quiso decir fue que si los franceses dispusieran de un continente entero que habla francés, serían los dueños del mundo, porque el francés sería una lengua universal, y eso no es sólo un inmenso patrimonio, sino el más poderoso instrumento de poder y de influencia. Es lo que tenemos nosotros, pero ¿somos conscientes de ello? ¿Lo son nuestros políticos?

Ni hablar: si nuestros políticos fueran conscientes de que no existe en España una riqueza comparable a la de su lengua no dotarían al Instituto Cervantes, por ejemplo, de un presupuesto irrisorio, no se lo hubiesen recortado a la mitad en la última legislatura, no intentarían hacer de él una mera academia de idiomas (cuando no un refugio para la nostalgia de los expatriados) y no lo mangonearían como lo mangonean, vetando su independencia, menospreciando a sus profesionales y convirtiéndolo en territorio colonizado por las huestes del partido en el poder. Claro que, para ser justos, habría que añadir que los únicos responsables del desaguisado de la lengua no son los políticos españoles (al fin y al cabo apenas el 10% de los hispanohablantes reside en España): ¿son conscientes los gobernantes latinoamericanos, más allá del cartón piedra de los discursos, del tesoro fastuoso que supone poseer una lengua y una cultura universales? Y, si lo son, ¿por qué no obran en consecuencia? ¿Alguien se imagina, por seguir con el ejemplo anterior, lo que sería un Instituto Cervantes no ya español sino del español, es decir, de todos los países de lengua española? ¿Por cuánto podría multiplicarse su presupuesto y su capacidad de influencia en un mundo donde cada vez más gente habla español? Claro que para refundar de ese modo el Cervantes habría que vencer unos recelos nacionalistas que perjudican a todos salvo a las élites que los alientan, cosa que sólo podrían hacer grandes políticos. ¿Tenemos algún político así? ¿Lo tendremos algún día?

Ser pobre porque no se dispone de recursos es una forma de la desgracia; ser pobre porque no se sabe o se quiere explotar los recursos de los que se dispone es una forma de la estupidez. No hay duda: somos unos estúpidos.

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