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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La histeria fiscal se extiende por las ciudades turísticas

Otra tasa no resuelve decenios de imprevisión municipal

Jesús Mota
Manifestación contra los pisos turísticos en Barcelona
Manifestación contra los pisos turísticos en BarcelonaALBERT GARCÍA

Responsables políticos del ayuntamiento de Barcelona han dejado caer la probabilidad de imponer una tasa a los turistas que recalen en la ciudad pero que, por diversos motivos, no pernocten en ella. Recordemos que Barcelona impone una tasa turística por pernoctación; pero, claro, muchos turistas llegan en crucero, duermen en el barco y no pagan la tarifa; otros sencillamente pasan el día y se van. Concejales y asesores han llegado a la conclusión de que, como como el turista de un día también ensucia la ciudad y en algunas zonas deterioran el valor inmobiliario —por su presencia andrajosa, cabe suponer—, tienen que someterse a un impuesto. Las cuentas conocidas son las siguientes: los cruceros turisticos aportan casi 415 millones al PIB catalán y permiten recaudar 152 millones en impuestos. Pero sólo el 24% de los cruceristas pasa la noche en la capital y, por lo tanto, el resto no paga tasas.

Estamos ante otro caso, endémico en la administración española, de irracionalidad fiscal inducida por el pánico financiero y la imprevisión. Durante decenios, el sector público (y el privado) han entendido el turismo como una industria de coste cero en la que sólo hay que ingresar y recaudar. En España van entrado turistas (un 10% más cada año) sin que a los municipios se les pase por la cabeza que hay que invertir en infraestructuras, diversificar las zonas de estancia y regular normas de limpieza o convivencia. El resultado es masificación, suciedad localizada, zonas atestadas frente a otras vacías, pisos patera, borrachos en fila y en batería y las vías públicas ocupadas por terrazas y chiringuitos.

Y como desde los años 60 la gestión del turismo ha sido entre mala y pésima, los ayuntamientos (incluyendo el de Madrid, que pretende imponer una tasa como la de Barcelona) quieren solucionar una larga cadena de errores actuando sin piedad sobre el eslabón final: se impone una tasa al que no duerma en la ciudad y problema resuelto. Y si no es bastante, se aprobará una tarifa sobre las bermudas o las gafas de sol. Pero ¿que se busca con esta floración de impuestos? Quizá disuadir a los turistas de venir a Barcelona, porque en la ciudad no caben ocho millones de turistas; o tal vez se trate de que permanezcan más tiempo en la capital, en cuyo caso no están poniendo el cebo adecuado en el anzuelo; o aumentar los ingresos, porque Barcelona está mal financiada, como todos los municipios, y ha decidido, como los malos restauradores, que lo ideal es esquilmar al viajero.

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Se admiten apuestas a que, sea cual sea la decisión, no estará respaldada por un informe económico en el cual se expliquen a los barceloneses (o a los madrileños) los beneficios y los costes de aplicar una tasa. Hemos entrado en una eapa de histeria fiscal, donde a cualquier problema se le aplica un emplasto de tasas, tarifas e impuestillos, como si las recetas tributarias fuesen un antibiótico de amplio espectro y no tuviesen sus ámbitos de aplicación y dosis prescritas. A este paso, las ciudades resucitarán la alcabala, el derecho de pernada o el arancel de frontera, como el que pagaba Gracita Morales a un timador para entrar en Madrid.

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