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Una familia frente al exterminio nazi

Ligne Roset
Marta Rebón

PARÍS, mediados de la década de 1930. Una joven pareja y su hijo posan mirando a cámara un día de primavera. Podrían pasar por un matrimonio francés cualquiera: ella, con blusa blanca y boina a la manera de Marlene Dietrich; él, con traje holgado, corbata de nudo fino y mirada resuelta, algo trágica. El niño, de unos tres años, rebosa candor en pantalón corto y medias blancas. Son Hugo Salzmann y su familia; sindicalista comunista y alemán, es uno más de entre el millón de exiliados internacionales en la República Francesa, en cuya frágil democracia buscan amparo los refugiados. Poco después de que se tomara el retrato, la unión familiar se dinamita; solo quedará esta instantánea en blanco y negro cuyos personajes nos saludan, esperanzados, desde la cubierta de El lado vacío del corazón, la última novela del escritor, hispanista y traductor austriaco Erich Hackl (Steyr, 1954). Es el autor germanófono que más ha escrito sobre España. En La boda de Auschwitz, por ejemplo, narra la historia de un austriaco y una catalana que, tras conocerse en la guerra civil española, protagonizan la única boda legal celebrada en el mayor centro de exterminio nazi. Fue al leer este libro, explica Hackl en su esmerado español, cuando el otrora niño de rostro cándido, fotografiado con sus progenitores en la capital gala, buscó a Hackl para contarle las peripecias de su familia truncada. A Hugo Salzmann júnior aquella narración de un enlace matrimonial en una factoría de la muerte le interesó por dos motivos: en primer lugar, hurgaba en su herida, aún abierta, causada por la muerte de su madre en Ravensbrück, el primer campo de concentración de las SS construido para mujeres; segundo, avivaba el sentimiento de injusticia ante el acoso laboral que sufrió su hijo Hanno en la Administración austriaca entre 1994 y 1998, un mobbing con móviles antisemitas pese a ser ario, si bien con apellido judío, tras comentarle a un compañero que su abuela murió en un campo de concentración.

El abuelo de Hanno, Hugo Salzmann, fue un hombre de profundas convicciones políticas que se empecinaba en llevar a la acción. Implicado en movimientos sindicales y de izquierdas, atesoraba las cualidades que más molestaban a los nazis: “Intrépido, altruista, libre de vicios”. A su determinación sumaba una vista de lince para distinguir los peligros que acechaban. A principios de los años treinta, en el ambiente políticamente caldeado de Bad Kreuznach, ciudad balneario alemana donde conoció a su futura mujer, Salzmann, a la sazón jefe de organización del KPD –el Partido Comunista de Alemania–, preveía los cataclismos que se desencadenarían si Hitler llegaba al poder y los comunistas no hacían frente común con la socialdemocracia; en su opinión, era preferible pactar para evitar males mayores. Sus colegas de partido, sin embargo, se mostraban confiados ante las buenas previsiones electorales: creían más probable el éxito de una revuelta marxista que la ascensión del fascismo. La historia está repleta de errores de cálculo. Antes de que se dieran cuenta, los nacionalsocialistas decretaron en 1933, tras incendiar el Reichstag, la suspensión de las garantías constitucionales y la detención de los cuadros dirigentes del KPD. Los nazis pusieron precio a la cabeza de Salzmann: 800 marcos. Pero este logró escabullirse gracias a personas que le tendieron la mano y no aceptaron “las condiciones sociales como ley de la naturaleza”.

La capital gala se convirtió en refugio de un millón de europeos en la década de 1930.

En la visión humanista de Hackl encontramos un resquicio para la esperanza, en contraste con el abismal desencanto de otros nombres de la literatura austriaca, como Elfriede Jelinek y Thomas Bernhard. En junio de 1933, los Salzmann recalaron en París y vivieron tres años de manera ilegal, “siempre alerta y con miedo a ser denunciados o apresados en una redada”, hasta obtener el permiso de residencia. Entretanto, Hugo Salzmann continuó su lucha contra el nazismo en la clandestinidad, ojo avizor a los agentes infiltrados de la Gestapo. En poco tiempo, Francia pasó de ser un afable país de acogida a temible ratonera. Cuando empezaron a soplar vientos de guerra, cualquier germano era visto como potencial espía. En 1939 comenzó lo que el autor llama “la caza del exiliado”. Tras la firma del pacto de no agresión entre la Alemania nazi y la Unión Soviética, los que eran comunistas, además, fueron tenidos por éléments indésirables. Ya antes de la guerra, Francia se había convertido en tierra de campos de internamiento, como los de Gurs, Le Vernet o Les Milles. Hackl reconstruye la atmósfera de miedo y de carestía crónica de esos años y el hostigamiento del Gobierno francés, que acabará por separar para siempre a la familia Salzmann. La situación se agravó con la firma del armisticio de 1940, que obligaba a la nación ocupada a entregar a alemanes y austriacos residentes en su territorio.

El lado vacío del corazón  traza el mapa europeo de la infamia: deportaciones, campos de reclusión, vagones de tren hacinados, salas de interrogatorio, juicios pantomima… Vemos a Juliana Salzmann pasar de celdas a barracones, desde la parisiense prisión de La Santé, utilizada para encarcelar a resistentes y opositores de la ocupación alemana, y la de Coblenza (suroeste de Alemania) hasta acabar en Ravensbrück –esa “abominación que el mundo decidió olvidar”, en palabras de François Mauriac–, donde trabajó en el taller de costura. Según se explica en KL: Historia de los campos de concentración nazis, de Nikolaus Wachsmann, las SS de Ravensbrück se centraron en la producción a gran escala de uniformes en talleres de sastrería, y en el verano de 1940 estos talleres se integraron en el gigante textil de las SS, Texled, en el que las prisioneras llegaron a alcanzar una alta productividad que hizo de este negocio el único rentable de las SS desde el principio. Entre julio de 1940 y marzo de 1941, en Ravensbrück se produjeron unas 73.000 camisas presidiarias. Por su parte, el periplo del marido incluyó el estadio de tenis de Roland Garros, donde los internos dormían sobre la paja extendida bajo las gradas, y el insalubre campo de Vernet d’Ariège, desde donde se veía “tras los alambres de púas, el campo, la carretera y allá, carcomiendo el cielo, los Pirineos”, como dijo Max Aub, que, junto con Arthur Koestler, entre muchos otros, compartió el mismo y aciago itinerario; pasó también por Castres, Moulins, La Santé, Colonia, Fráncfort, Hannover, Halle y Berlín. El hijo fue entregado al pueblo natal de la madre en Austria, donde lo esperaba la tía. Juntos vivieron en el seno hostil de una sociedad “que toleraba esa brutalidad hasta su propia destrucción”, como contaría el padre en un informe décadas después.

Ravensbrück, el campo de concentración donde murió Juliana Salzmann en 1945.

La novela arranca con la definición que Eric Hobsbawm hizo del siglo XX: “El siglo de los extremos”. Decía también el historiador que un fenómeno característico de esa época era “la destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores”. Este relato a través de tres generaciones de una familia tiene la vocación de restablecer esos vínculos. Al comentárselo a Hackl, corrobora que ese es el impulso principal en todo lo que escribe y saca a colación una frase de la escritora alemana Anna Seghers. En su novela La séptima cruz, uno de sus protagonistas dice que el fascismo consiguió lo que ningún poder anterior: poner una tierra de nadie entre las generaciones para que las experiencias colectivas y políticas no pasaran de unas a otras. Es lo que ocurrió entre Hugo Salzmann padre y Hugo Salzmann hijo. Acabada la guerra, un muro de incomprensión, construido a base de silencio y frialdad, se levantó entre ellos. En Bad Kreuznach, el primero se entregó con denuedo a la reconstrucción de su país, la ayuda a las víctimas y la persecución de nazis; formó otra familia y, aunque acogió a su primogénito en casa, ni siquiera ese tiempo viviendo bajo el mismo techo los aproximó. “En la vida de Hugo, muchas cosas habrían sido distintas si alguna vez su padre lo hubiera tomado aparte; si 8 o 10 años después de pasados aquellos trances, aunque no acabados, le hubiera dicho: quiero contarte cómo me ha ido a mí en esta historia, para que comprendas algunas cosas. La impaciencia, la aspereza, la irascibilidad. Porque uno no sale indemne”.

El chocante episodio de antisemitismo que Hanno Salzmann sufre en una fecha tan reciente es el punto de partida y de llegada de esta novela documental. El subtítulo original del libro, Una historia de nuestro medio, alude a que no se narra nada excepcional, sino algo que tiene relación directa con nuestro presente. “Por supuesto, viendo este verano en las estaciones de Viena a miles de refugiados, inevitablemente pensé en la suerte que corrieron los Salzmann en Francia o los republicanos españoles en 1939”, comenta Hackl.  El autor recuerda un pasaje de Tesis de filosofía de la historia, la última gran obra de Walter Benjamin antes de morir en Portbou en su huida del nazismo, acerca de la necesidad de “encender en lo pasado la chispa de la esperanza” y que “tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza”. Este enemigo, concluía el filósofo alemán, “no ha cesado de vencer”.

MÁS INFORMACIÓN/

El lado vacío del corazón, Erich Hackl

Traducción de  Richard Gross

Editorial Periférica

176 páginas |16,95 €  | ISBN: 978-84-16291-25-0/

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