Barcelona
Firmé algunos libros viejos, condecorados con manchas de humedad, de vino, de tinta, con los cantos consumidos
Nos habían amenazado con la lluvia y salió el sol. El calendario iba a ser nuestro enemigo, pero el sábado nos bendijo con otra jornada memorable. La ciudad era una fiesta y yo tuve la suerte de volver a ser su invitada. Firmé algunos libros viejos, condecorados con manchas de humedad, de vino, de tinta, con los cantos consumidos, el papel amarillo, todo un honor. Firmé muchos libros nuevos, el último en castellano y también en catalán. Se los dediqué a Anna y a Ana, a Paco y a Jordi, a Meritxell y a Pepita, incluso a una Almudena barcelonesa. Y por si todo lo demás fuera poco, me hicieron muchos regalos. Rosas rojas auténticas, con espiga y sin espiga, rosas de tela, de fieltro, de croché, pintadas, bordadas, de gominola, de caramelo duro, marcapáginas, broches, imanes para la nevera, alfileres para la solapa. Mientras el sol seguía brillando, me cayó encima un diluvio de rosas, la más singular, una verde y ecológica. Pero, de nuevo, el mejor regalo fueron las palabras, tantas y tan cálidas, muchas tan hermosas que no creo haber llegado a ser digna de ellas y dudo que llegue a merecerlas en lo que me queda de vida, aunque prometo que lo intentaré. Me hice muchas fotos con muchos hombres, con muchas mujeres, con ningún político. Me encontré con amigos de todas partes y tuve la alegría de coincidir con mi querido Ponç Puigdevall, al que sólo veo de Sant Jordi en Sant Jordi, en la comida de la editorial. Me reí mucho, me cansé mucho, fui muy feliz, y me volví a Madrid con la bendita sensación de que Barcelona me quiere, como la quiero yo. Puede parecer una ingenuidad, pero después de todo lo que ha pasado desde el último 23 de abril, lo más importante fue que me sentí como en mi propia casa. Y eso es lo que, pase lo que pase, jamás olvidaré.
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