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Columna
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La monja y el ateo

Manuel Rivas

UNO de los recuerdos inquietantes de la infancia: los matrimonios silenciosos. Podían ser muy parlanchines, el hombre y la mujer, por separado. Pero juntos, entre ellos, no se hablaban nunca. O casi nada. En algún caso podían parecer cómplices y que su silencio les unía frente a los demás. El juego de miradas, el cariño gestual, protegía un perímetro de libertad. Estas eran parejas raras, diferentes. En la mayoría de los matrimonios silenciosos el silencio era mudo, acanallado, y en la atmósfera podía oírse como un zumbido eléctrico el engranaje de la intimidación. Cualquiera, empezando por un niño, podía percibir que aquellas dos personas no se querían.

Los matrimonios silenciosos y malhumorados abundaban. No eran ni dos ni tres. A veces parecía que habían tomado posesión del parque o las terrazas de las cafeterías, sentados en la mesa y mirando en paralelo a lo lejos como dos pilotos que se odian condenados a compartir cabina. Tal vez miraban al pasado, buscando el punto de la avería. Lo más sorprendente para la mirada infantil era que esos matrimonios silenciosos y huraños formaban parte de la normalidad. Nadie les pedía explicaciones por aquella militancia infeliz. Sabíamos que aquellas personas habían decidido un día unirse de por vida. Y así andaban, sujetos uno al otro, con un yugo invisible.

El silencio de los matrimonios silenciosos parecía durar siempre. Lo traían de casa, como una propiedad. Y uno se imaginaba que allí, en la casa, el silencio era todavía más callado y triste. Las visitas a los matrimonios silenciosos eran una mala noticia para la gente menuda. A veces, te daban a probar unas pastas silenciosas con el color mohoso del silencio y unos polvorones de arqueología navideña. Eran tan antiguos que en vez de una Biblia tenían la revista Reader’s Digest. A uno de estos matrimonios silenciosos, los otros adultos les llamaban como apodo Sin Comentarios.

–Silencio. ¡Ahí vienen los Sin Comentarios!

Pasados los años me enteraría, por un amigo escritor, que lo de Sin Comentarios tenía su origen en la noche de bodas. Según el cotilleo vecinal, esa fue la expresión que utilizó el hombre para acallar un suspiro de su pareja. Y cuentan que desde entonces no se hablaron.

Recuerdo esta historia infeliz leyendo a Francesco Piccolo en Momentos de inadvertida infelicidad. Una de las situaciones que relata es el contrapunto al de los matrimonios enfurruñados. Dos absolutos desconocidos que, por casualidad, coinciden en asientos contiguos en un avión y que viajan como dos enamorados.

Francesco Piccolo, guionista de El caimán, el filme de Nanni Moretti, lo cuenta así: “Esa mujer muy hermosa que en el viaje en avión de Roma a Turín se sentó a mi lado y me dijo que tenía miedo y que luego me preguntó: ‘¿Puedo ­cogerte de la mano?’. Y nos cogimos de la mano, y nos quedamos mano con mano durante todo el viaje”. Añade: “Y tenía miedo de verdad, y realmente quería cogerme de la mano sólo por eso”.

La gracia de la “inadvertida infelicidad” es su carácter fronterizo con una felicidad inadvertida.

Uno de los espacios del mundo para mí menos eróticos es el gran aeropuerto. Eso que el pintor Antón Patiño llama “paisaje overbooking de sobresaturación”. Es casi menos erótico que una gran pasarela de desfiles de moda. Yo diría que es el hábitat ideal para los matrimonios silenciosos y malhumorados. Los pasajeros, por lo general, nos comportamos así, con esa máscara de indiferencia despreciativa. El niño que sobrevive a duras penas dentro del adulto observa asombrado cómo puedes hacer un viaje transoceánico con una persona al lado con la que no te cruzas ni una palabra ni una mirada durante ocho u once horas. Incluso para moverte, lo que haces es emitir una onomatopeya o un gruñido.

Que alguien, esa “mujer hermosa” en el caso de Piccolo, pida una mano para vencer el miedo a viajar no me parece a mí un ejemplo de infelicidad. ¿Sólo por eso? Ese “sólo por eso” es mucho. Hay una especie de lamento erótico. Pero en toda lucha contra el miedo hay un componente de deseo.

Lo que vivió Francesco Piccolo fue un acto de amor. Quien le pidió ayuda vio en su mano a Eros frente a Tánatos, frente al miedo, frente a la muerte. No es poco como declaración de amor. Y viajar en un avión agarrada a la mano de un desconocido es una manera de hacer el amor nada fantasiosa. Eso le ocurrió a Arturo Cuadrado, exiliado y editor de Botella al mar, la primera vez que regresó a España desde Argentina. El republicano, ateo y seductor Arturo coincidió con una monja como compañera de viaje en su primer vuelo de regreso a España.

Y bajaron del avión en Madrid cogidos de la mano.

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