La meca de los diamantes
DOS diamantes negros y dos fancy yellows”. Con este encargo, entre otros, llega a Amberes el joyero Nacho Luna. Lleva más de dos décadas trabajando con estas piedras preciosas y visita regularmente cuatro calles de la ciudad belga: Pelikaanstraat, Schupstraat, Hoveniersstraat y Rijfstraat. Es el denominado Antwerp World Diamond Center (centro mundial de diamantes de Amberes), una zona a la que no se puede acceder en coche y donde patrullan policías y militares que portan metralletas. Custodian las puertas de una sucesión de edificios grisáceos y austeros. “Por su apariencia, nadie diría que por estas oficinas pasan la mitad de los diamantes tallados que se distribuyen en el mundo y un 70% u 80% de estas gemas en bruto”, apunta Luna justo antes de cruzar las puertas del mercado más importante del planeta.
pulsa en la fotoUn parcel lleno de diamantes preparados para su distribución.Carlos Spottorno
Aunque parecen semejantes entre sí, las edificaciones que hay en Hoveniersstraat no son todas iguales. En ellas se concentran más de 1.500 sociedades dedicadas a esta industria, que emplea a unas 8.000 personas en la ciudad. “Bélgica tiene los impuestos más bajos para importar diamantes de toda Europa. Mientras en España están hasta el 21%, aquí solo se tasa con un 2%”, dice el joyero, que se detiene frente a uno de los anodinos edificios. “Este es el mejor de toda la manzana”, comenta. No lo aparenta. “En su interior, las oficinas también están clasificadas: las más reputadas, en la planta baja”, añade. Ahí se dirige él. A ver a Dharmesh Gandhi, su proveedor. De origen indio, tiene solo 33 años, pero su familia lleva más de cuatro décadas en esta profesión. Concretamente desde que el patriarca comenzó a trabajar con piezas en bruto para uso industrial (en tuneladoras o pulidoras). Si hace años los judíos dominaban el sector, actualmente son los indios quienes lo controlan: un 70% del mercado está en sus manos. Y aunque la bolsa de diamantes de Amberes sigue en el corazón del barrio judío de la ciudad, como evidencian una sinagoga o los atuendos de los transeúntes –largos tirabuzones, kipás, pañuelos en las cabezas de las mujeres o ropas negras como manda la tradición jasídica–, la presencia india se percibe en el olor a curri, que emana de varios restaurantes de la zona, o una lustrosa oficina del Banco de India.
“Ese cambio ocurrió hace dos décadas”, cuenta Gandhi en un excelente castellano desde su oficina, Diamine, que provee de piedras a Nacho Luna. En la entrada recibe una esvástica invertida rodeada de puntos: “Es un símbolo de buena suerte en nuestra cultura”, matiza. Junto a ella cuelga un cuadro que representa un lugar sagrado de la religión que profesa su familia, el jainismo. “Está valorado en 70.000 euros”, dice con orgullo. “Necesito dos diamantes negros y dos fancy yellows”, repite el español nada más entrar en el despacho. “Como compramos directamente en Amberes, el precio es otro.
En la primera foto, tamiz para clasificar diamantes por tamaños. En la segunda, conjunto de pequeñas piezas usadas para engarzar. CARLOS SPOTTORNO
Normalmente, aquí se adquieren grandes cantidades de material, que luego se distribuye a joyerías. Nosotros [se refiere a su marca, Moon Diamonds] nos ahorramos esos intermediarios. Vendemos a precio de Amberes en Madrid”, explica. Antes de empezar a ojear la mercancía, la carta de precios: una pieza de medio quilate [un quilate equivale a unos 205 miligramos] se puede comprar por entre 1.500 y 2.500 euros; una de diez quilates no baja de los 300.000. Una valoración dictada por el índice Rapaport, que marca los estándares. “Aquí todos los pagos se hacen por transferencia bancaria para que quede registrado”.
Gandhi trae varias bolsitas negras. Abre una de ellas y una orgía de brillos cubre la mesa: pequeños ejemplares, ideales para engarzar. Luna, con una lupa en la mano y una balanza a su vera, empieza a examinarlos. “Al ojo inexperto se le puede engañar”, avisa. Al suyo no. Aunque Gandhi es su proveedor de confianza, y llevan años trabajando juntos, siempre es necesario comprobarlo todo. El sonido de un timbre interrumpe su análisis. El comerciante alza la cabeza hacia las cuatro cámaras que desde su despacho controlan la oficina. Se trata de un vendedor. La secretaria da paso al hombre de unos 50 años, que va directo a hablar con Gandhi. Desenvuelve un pequeño paquete (lo que se conoce como un parcel en la jerga diamantina) y muestra su contenido. Tras una corta charla, se dan la mano. “Así se cierran los tratos aquí”, anuncia Gandhi. Una costumbre que emana de la Halachá, la ley judía, y que sella los acuerdos sin necesidad de firmar. Un compromiso atávico que se aplica a la compraventa de objetos que cuestan miles de euros.
El valor de estas piedras preciosas, un mercado mundial de unos 80.000 millones de euros, lo marca su escasez. De ahí que la producción esté muy controlada. Antes de salir al mercado, las gemas extraídas pasan por manos de los sightholders, un grupo de mayoristas con unos 80 representantes internacionales. Solo se puede ingresar en él cuando queda una vacante, por muerte del titular o abandono, y tras acreditar que se va a realizar una inversión trimestral de 15 millones de dólares. “Quedan reservas para 30 o 40 años de extracción”, dice Luna en referencia a las minas ubicadas en África, Rusia, Canadá y Australia. “Todas nuestras piedras están certificadas”, agrega, espantando el fantasma que recorre la industria: los denominados diamantes de sangre.
Las garantías las expiden diferentes institutos (como el estadounidense GIA, el europeo HRD o el español IGE), que acreditan su calidad y su origen. Las piedras son buenas en función del peso, el color, la pureza y la talla. Son las denominadas cuatro ces, por sus siglas en inglés: carat weight, colour, clarity y cut. Un diamante en bruto se talla para darle forma y pulirlo. Uno usado, también. “Retallar puede hacer que una pieza pase de costar 50.000 euros a 60.000”, asegura Gandhi. Es una parte clave del negocio. Por eso, tres calles más allá de su oficina se encuentra un taller donde cuatro trabajadores pulen afanosamente. Lo hacen rodeados de varias chicas, con pose sexy y poca ropa, en un par de pósteres colgados en la pequeña estancia. “Cuesta unos 125 euros por quilate”, aclara el patrón.
Suena el teléfono. Gandhi atiende. Sonríe y con premura abandona el taller para regresar a la oficina. “Acabo de cerrar un trato en el que llevaba meses trabajando”, se congratula: ocho millones de euros. Estados Unidos es el país que más demanda este producto. Le siguen China, India, Corea del Sur y Japón. “Europa ha bajado mucho, pero todo sigue pasando por Amberes”, añade Luna, que continúa mirando. “¡He encontrado los fancy yellows!”, exclama. Tiene los amarillos. Ahora solo faltan los negros. No son de los más difíciles de encontrar: “Se trata de un encargo. Hay muchos tipos de compradores diferentes”, explica. Desde 1978, el precio ha caído un 80%, según los datos de Rapaport Group. “Un ajuste por la inflación”, aclaran en su informe. El año pasado fue convulso para estas piedras preciosas, principalmente por el descenso de demanda en China, pero 2016 se presenta con buenos visos. “Muchas personas compran estas gemas como valor refugio: es un bien escaso, que se acabará algún día. El diamante nunca va a dejar de tener valor”, sentencia Luna.
Vuelve a su tarea. Sigue examinando bolsas hasta encontrar la pareja que le falta. Gandhi le interrumpe con una amplia sonrisa. Sostiene un hermoso y refractante pedrusco de 44 quilates. “Ahora mismo tienes en tu mano 6,5 millones de euros”, bromea Gandhi al pasárselo a Luna, que lo observa minuciosamente. No es fácil de lucir; llama tanto la atención que el robo es casi seguro. “Solo es asequible para famosos, mujeres árabes, inversores y quizás algún político”, apunta Luna. Y advierte: “Los diamantes tienen un problema: cuando ves uno grande, luego todos te parecen pequeños”.
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