Elocuencia
Tras un golpe de risa, cada quien aportó una moneda. La fuerza del márquetin. O de la gripe
Viajaba en el metro un señor con gripe del que todo el mundo procuraba mantenerse alejado. Algunos se tapaban disimuladamente la boca y la nariz con un pañuelo. En esto, rompió el cerco una joven con el pelo corto y rojo que se sentó a su lado. En uno de los estornudos del hombre, la chica se volvió a la concurrencia para explicar que, por el modo de expandirse los productos invisibles de la tos, cuanto más alejados nos encontráramos del enfermo, más posibilidades tendríamos de respirar sus gérmenes. Poco a poco empezó a producirse un acercamiento gradual hasta que desapareció prácticamente la burbuja de miedo.
La joven siguió hablando. Dijo que si el aire que aspirábamos y expirábamos cada uno de nosotros se pudiera teñir para que siguiéramos su trayectoria, nos asombraría comprobar cómo el que sale de los pulmones de una persona situada en un extremo del vagón puede llegar a la boca de alguien que se encuentra en la otra punta, recogiendo por el camino muestras de los productos expulsados por el núcleo central. El voltaje de su elocuencia era tan alto que casi todos permanecíamos sugestionados por la imagen de esos flujos de oxígeno o CO₂ que brotaban de unas bocas y penetraban en otras o al revés y con los que nos tocábamos por dentro sin ser conscientes de ello. El griposo asentía con mirada febril. Juro que hubo un instante de hermanamiento franciscano entre los viajeros que llenábamos el vagón. Terminado el discurso, el griposo y la oradora se levantaron y se quitaron los abrigos para mostrarse en bata de médicos o de enfermeros, no lo sé, y declarar que todo había sido una actuación por la que pasaron la gorra. Tras un golpe de risa, cada quien aportó una moneda. La fuerza del márquetin. O de la gripe.
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