Damasco, la vida más allá del frente
EN la intimidad de un sótano de Damasco, una treintena de parejas bailan al ritmo de salsa. Nada más entrar, las jóvenes sustituyen las zapatillas de deporte por tacones rojos de charol adornados con brillantes piedrecitas. Luego aguardan su turno en la barra copa en mano. Duplican el número de varones. Yazan, de 23 años, invita a una de ellas a la pista. En tiempos de guerra, el ocio se convierte en un lujo para los sirios.
Un lujo al que Yazan, miembro de la hoy bautizada generación perdida, se resiste a renunciar. Para contribuir a la economía familiar, el joven compagina sus estudios universitarios durante el día con un trabajo en una tienda de móviles por las tardes. Es sobre los adolescentes, junto con el padre o madre a cargo de la familia, sobre quienes recae el peso de la guerra. Pero, tras cinco años acechados por morteros, tiros y bombardeos, los sirios han aprendido a burlarse del tiempo y del miedo, robando unos preciados instantes de normalidad a la guerra. Los bares proliferan en la capital: triplican ya la oferta de preguerra.
Medio millón de sirios combaten en el frente, mientras el resto, unos 22,5 millones de civiles, prosiguen su vida como pueden. En la Siria de hoy coexisten múltiples realidades en las que sus habitantes protagonizan vidas paralelas, según la clase social a la que pertenecen y, sobre todo, bajo qué fuerza militar se encuentra el lugar donde viven. Ahora mismo hay tres capitales: al noreste, Raqa, sede del bastión yihadista del Estado Islámico (ISIS por sus siglas en inglés); al noroeste, Idlib se proclama capital de los rebeldes que combaten el régimen de Bachar el Asad; y en el centro, Damasco es el corazón de la Siria leal al todavía presidente.
El Asad tan solo controla el 45% del país, pero cerca del 60% de la población busca refugio en su territorio. Muchos son partidarios de su Gobierno y buscan protección en el Ejército sirio. Otros discrepan del régimen, pero acuden a su territorio hartos de la atomización de los grupos rebeldes, la falta de servicios y los bombardeos.
pulsa en la fotoUn par de soldados cocinan sobre unas brasas en una zona de la capital donde se ven los agujeros de los tiroteos y las casas abandonadas.Natalia Sancha
Damasco alberga a nueve millones de personas, de los cuales un tercio son desplazados llegados de las cuatro esquinas de Siria, lo que convierte la capital en un minipaís en cuyas calles se mezclan acentos y vestimentas. “Estamos vivos, damos gracias a Dios” es el nuevo himno diario de sus habitantes. En Siria en general y en Damasco en particular aumenta cada día la proporción de mujeres frente a unos hombres absorbidos por el frente o presas de la sangría migratoria. “La mayoría de mis amigos han viajado a Europa”, lamenta Yazan. Los jóvenes desertan en masa de una guerra que ven como ajena. En las aulas, el 70% de los que estudian son mujeres. “Los chicos están en el frente, bajo tierra o en Alemania”, se queja la desplazada Goula, de la edad de Yazan y también alumna de la Universidad de Damasco. A los viejos amigos les suplantan los nuevos, con 45.000 estudiantes llegados de las zonas calientes, como se refieren a las áreas donde hay combates, en busca de una educación gratuita. “Tenemos 170.000 estudiantes, un 20% más que en 2010”, dice Khaled Ali al Halbouni, decano de la Facultad de Letras.
Los sirios simultanean varios trabajos los siete días de la semana y en casa sortean como pueden la falta de infraestructuras. En los últimos meses tienen luz eléctrica unas ocho horas al día y vuelve a haber agua. Los atascos, producto de la miríada de controles militares, se suavizan gracias a la hoy popular bicicleta. “Desde la subida del precio del carburante, estamos más sanos y tenemos más trabajo”, ironiza Mansour, antiguo mecánico de coches reconvertido al mantenimiento de bicicletas.
El embargo y la economía de guerra están a punto de extinguir a la clase media. La lira siria se ha devaluado en un 900% desde 2010, por lo que aquellos que se quedan en el país ven menguar sus ahorros. Los amigos de Yazan que aún tienen algunas reservas optan por tirar la casa por la ventana y darse un respiro. La oferta del turismo interno se limita a la costa de Latakia, base de operaciones de los cazas rusos que ayudan al régimen a ganar la guerra. Solo el zumbido de los aviones logra crispar el espejismo de normalidad. Para llegar a los tres resorts de la zona hay que planear la ruta con cuidado. Varias salidas de la capital, como la de Harasta, están plagadas de francotiradores. Pero una vez a orillas del mar, recién casados y jóvenes en biquini se entregan a sus raras vacaciones.
A la izquierda, muchos niños se ven forzados a trabajar para mantener a sus familias. A la derecha, un autocar pasa un control militar para ir al colegio.
Los que han perdido su casa y ahorros se ven sumidos en una precariedad cada día más abundante. A los 15 años, y desplazado de la periferia de Damasco, Hamzi se ha convertido en el cabeza de familia con tres hermanas pequeñas y un padre enfermo a cargo. Dejó los estudios y empezó a trabajar como chico de los recados en un café del centro de la capital por 60 euros mensuales. “La vida continúa”, dice Hamzi, que en sus ratos libres se precipita a los cafés con videojuegos. Cada mañana, camino al trabajo, se cruza con un ejército de niños trabajadores en el creciente mercado informal. A las puertas de la universidad a la que Yazan acude a diario, un reguero de viudas llegadas de la campiña siria piden limosna. El éxodo rural impuesto por la guerra alimenta una mendicidad antes inexistente.
En el hospital Al Mujtahid de Damasco se recuperan víctimas de atentados, heridos de guerra y enfermos de cáncer. “Todo el que no pueda costearlo será tratado con cargo al Gobierno”, asegura el doctor Samer Mohsen.
En esta ciudad, la alta burguesía siria que apoya al régimen se puede permitir permanecer ajena al conflicto. Docenas de clientas aprovechan las rebajas de las grandes marcas en una tienda de la capital. Un pañuelo de Dior cubre el cabello de Alaa, que junto a sus amigas juega cada tarde a las cartas aferrada a un narguile en el barrio de Abu Rumana, el más chic de Damasco. Allí los generadores suplen los cortes de electricidad en lujosos apartamentos. Entre semana, degustan la variedad gastronómica que ofrecen sus restaurantes, desde el sushi hasta la cocina italiana. Para ellas, Damasco se cuenta en un puñado de calles a las que ni los morteros rebeldes dan alcance.
En la otra punta de la geografía siria, la rebelde o la yihadista, los pacientes mueren bajo las bombas o de enfermedades crónicas por falta de tratamiento u hospitales. Más de 11 millones de personas han abandonado sus hogares huyendo del constante mirar al cielo por lo que parece un proyectil, aunque el rugido solo sea el tubo de escape de una moto. El instinto les lleva a sacar los móviles, si es que hay cobertura, para asegurarse de que ninguno de sus seres queridos ha perecido en el estruendo. Una rutina que merma la salud mental de una población en la que, a falta de estadísticas viables, la psicóloga siria Wafaa Alshalabi estima que 7 de cada 10 sirios sufren de estrés postraumático. Cerca de 4,5 millones han buscado refugio en los países vecinos, para consumirse un lustro después ante la falta de recursos, de coordinación entre los organismos internacionales y desterrados de escuelas y hospitales.
A media noche, la luz de las bombillas cierra el último baile. Las jóvenes cambian de nuevo los zapatos de charol por deportivas y conectan sus móviles. Yazan ayuda a una muchacha a enfundarse bajo un pesado abrigo. Durante un par de horas han logrado olvidar que fuera de esos cuatro muros les sigue esperando la guerra.
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