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Columna
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Palabras que nos salvan

Rosa Montero

EN el sufrimiento, en el espanto, cuando nos sentimos al borde de nuestras fuerzas, los humanos necesitamos contar nuestra experiencia, compartir con los otros nuestro dolor, para intentar encontrarle un sentido al tormento. Siempre me ha impresionado la historia de John Clyn, un humilde monje irlandés que vivió durante la Gran Peste de 1348, la epidemia más terrible de la historia de la humanidad. En menos de un año la enfermedad mató, con atroces dolores, entre la mitad y las dos terceras partes de la población de Europa. Desaparecieron pueblos enteros, la maleza borró los campos de labor, los animales domésticos murieron o se asilvestraron, el orden se colapsó y reinaron el bandolerismo y la violencia. Ni siquiera quedaba gente para enterrar a los muertos; Agnolo di Tura, un cronista italiano, escribió: “Enterré con mis propias manos a cinco hijos en una sola tumba; no hubo campanas, ni lágrimas. Esto es el fin del mundo”. Era, en efecto, una realidad posapocalíptica, como de Mad Max.

John Clyn experimentó esa pavorosa destrucción en el pequeño convento en el que vivía. Los monjes enfermaron y murieron uno tras otro con agonías horribles; Clyn, que tuvo la mala suerte de ser el último, los fue enterrando hasta quedarse solo. Le imagino asistiendo al hundimiento del mundo y esperando su propio fin en el convento vacío, consciente de que ni siquiera habría una mano que le cerrara los ojos. ¿Y cuál fue su único consuelo, su refugio, el arma secreta que probablemente impidió que se volviera loco? Pues escribir la crónica de lo que estaba sucediendo. Y al llegar a sus últimos días anotó: “Para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de los que vendrán detrás de nosotros”. A continuación dejó un espacio en blanco para que otros pudieran seguir escribiendo, “con el fin de que esta obra se continúe, si, por ventura, alguien de la estirpe de Adán burla la pestilencia”. Y sí, nuestra estirpe sobrevivió a aquel apocalipsis, y, tiempo después, alguien consignó en ese pedacito de pergamino la muerte de John Clyn. Hoy la crónica del fraile irlandés es el mejor documento que tenemos para conocer lo que fue la Gran Peste.

Sí, necesitamos contarnos, sobre todo en el horror. Necesitamos poner palabras ante el abismo para que nos sirvan de parapeto y la oscuridad no nos engulla. Seguramente gracias a la gran visibilidad de EL PAÍS, yo tengo el enorme privilegio de ser la depositaria de muchas de esas narraciones. La gente escribe y me cuenta sus historias, o me mandan los libros testimoniales que han redactado, muchas veces autoeditados, y que son como el pergamino con el que se defendía John Clyn de las tinieblas. Te hablan de los abusos que sufrieron en la infancia, o de la muerte de un hijo, o del mobbing laboral que los hundió en la depresión. Especialmente abundantes son los testimonios de enfermedades; del ELA atroz, por ejemplo, o del cáncer. De hecho el cáncer es una fuente casi interminable de relatos, unos mejor escritos, otros peor, pero todos conmovedores e instructivos. A lo largo de los años he citado en mis artículos varios de los libros personales que me mandaron; los más elocuentes, los mejor escritos. Hoy quiero hablar de otro que acabo de leer y que me ha dejado impactada: Ojalá volvamos a vernos, de Pascual Adrià (El Tábano). A los 44 años, en 2004, sintiéndose especialmente fuerte y sano, especialmente feliz, en mitad de unas vacaciones, Pascual tosió y escupió sangre. Y la desgracia apareció en su vida como un súbito ataque de feroces vikingos.

Qué bien narra Pascual esa irrupción de la desdicha, cegadora y atronadora como un rayo, que secuestra para siempre tu existencia, esa vida que ni siquiera sabías que era normal hasta perderla. Un cáncer de esófago e innumerables complicaciones convirtieron la cotidianidad de Pascual en una tortura inimaginable. Poca gente ha debido de sufrir tanto como él durante nueve larguísimos años, parte de ellos intubado en una UVI. Pero lo cuenta sin quejas, con minucia analítica propia de entomólogo, dejando un lúcido testimonio de la casi inagotable capacidad de lucha y de adaptación que tiene el ser humano: “Es curioso cómo, de la manera más natural, nos vamos habituando a los pequeños cambios en nuestra vida aunque sean a peor, con la condición de que lleguen poco a poco”. Y de cuando en cuando, entre tanto dolor, aún roza el cielo en un momento hermoso o una tarde feliz. En este pedacito de papel que me queda, en fin, anoto ahora la muerte de Pascual en 2013, igual que aquella mano anónima anotó el fallecimiento de John Clyn. Y así vamos formando entre todos una cadena de palabras que nos protege, al menos momentáneamente, del horror.

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