Y al final, el socialismo
FUE la hija de Juan quien les animó con una sonrisa radiante.
–Me he enterado de que el spa que acaban de abrir en la plaza hace descuento para los jubilados –comentó mientras vaciaba el carro de la compra–. Hay piscinas de agua fría, caliente, cursos de natación… ¿Por qué no te apuntas con Pablo? A los dos os vendría muy bien hacer un poco de ejercicio.
Desde que se quedó viudo, Juan vivía con su hija como si no viviera, como si la muerte de su esposa, a la que había cuidado sin descanso durante una década, desde que tuvo un accidente vascular del que quedó malparada, le hubiera arrancado la vida sin otorgarle el descanso de la muerte. Pablo, el mejor amigo de toda su vida privada y pública, compañero de trabajo en la fábrica desde que ambos entraron de aprendices, compañero de militancia política y de lucha sindical, de comité de empresa, de mus, de dominó y de lo que hiciera falta, vivía plácidamente con su mujer. Los dos estaban bien de salud, pero él se aburría bastante. Ella no, porque asistía a un club de lectura los lunes, a clases de manualidades los martes, a aquagym el miércoles, a cocina los jueves… ¡Claro que sí, Juan!, por eso se entusiasmó tanto con la propuesta de su amigo, vamos a apuntarnos, anda. Mi señora no para en casa con todas esas cosas que hace y parece que se divierte mucho, así que, ¿por qué no vamos a divertirnos nosotros?
Juan no las tenía todas consigo, pero se dejó llevar. Se compró un bañador, un gorro, una toalla, unas chanclas y hasta una bolsa de deporte, porque desde que vivía con su hija no se gastaba ni la mitad de la pensión. El primer día estuvo a punto de rajarse porque le daba vergüenza quedarse desnudo en un vestuario y hasta estrenar cosas, a su edad, pero Pablo llamó al timbre a las diez y media de la mañana y, por la fuerza de la costumbre, se fue con él. Desde hacía cincuenta años siempre habían ido juntos a todas partes, y el spa de la plaza no podía ser una excepción, aunque lo primero que hizo la señorita que les atendió en la recepción fue separarlos.
En un despacho pequeño y luminoso, otra señorita con bata blanca, tan mona, tan joven, tan saludable como la que le había guiado hasta allí, apuntó en una ficha sus datos médicos, le auscultó, le pesó y le tomó la tensión. Pues vaya, pensó Juan, ni que esto fuera el centro de salud… Luego le tocó esperar un buen rato hasta que Pablo salió del despacho. Fueron juntos hasta el vestuario, se desnudaron entre otros hombres de su edad y, con el bañador puesto y las carnes colgando, fueron en fila india hasta la primera piscina.
La monitora de su grupo se llamaba Clara y era mucho más mona que sus colegas de la bata blanca, quizás porque llevaba un bañador de nadadora color burdeos que le sentaba como un guante. Vamos a empezar por el calentamiento, propuso. Les invitó a meterse en el agua, que estaba tibia, deliciosa, y empezó a mover los brazos, las piernas, ejecutando movimientos suaves, fáciles de seguir. Después de un cuarto de hora, les dejó diez minutos de relajación y Juan disfrutó todavía más chapoteando con Pablo como un chiquillo, pero eso fue sólo el principio. Tras el agua tibia, pasaron al agua fría, donde cada uno tenía que nadar por su propia calle bajo la vigilancia de otras monitoras, monísimas todas, que corregían sus errores con una sonrisa imperturbable, animándolos y aplaudiéndolos como si estuvieran preparándose para unos Juegos Olímpicos. Al salir de la piscina, Juan ya reconocía para sí mismo que no se lo había pasado tan bien en mucho tiempo. Por su gusto, habría seguido en el agua dos horas más, pero enseguida comprobaría que la tierra firme también podía ser placentera. Diez minutos de sauna, anunció Clara, y luego, veinte de baño turco, ya veréis qué bien nos sienta… ¡Ah!, le preguntó Pablo en un susurro, ¿pero ella va a entrar con nosotros? No entró, pero les explicó muy bien qué tenían que hacer, cómo alternar el calor seco y el húmedo, las duchas templadas y las frías. ¿Qué tal?, les preguntó al final. Maravilloso, contestó Juan, de verdad, estamos encantados, no sabría decirte qué me ha gustado más. Te lo digo yo, volvió a sonreír ella, lo que más te va a gustar es lo que viene ahora.
Y en la sala de masaje, tumbados en dos camillas contiguas, boca abajo, mientras la última remesa de señoritas monísimas, de nuevo con bata blanca, les estiraban las piernas, los pies, masajeándolos con la dosis exacta de firmeza, suavidad y una crema espesa y fresca que olía a menta, Pablo se volvió hacia él.
–Oye, Juan… ¿Y no será esto el socialismo?
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