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Columna
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Querido Luis

Antonio Muñoz Molina

EMILY Dickinson dice en una carta que de nuestras mejores acciones no llegamos a enterarnos. Afortunadamente tú y yo volvimos a vernos 20 años después de que yo dejara la escuela en la que había sido alumno tuyo, y tuve la oportunidad de recordarte y agradecerte algo que hiciste por mí, y que podías haber olvidado. Volvimos a vernos cuando yo acababa de publicar mi primera novela. En ella hay una escena que tenía mucho que ver contigo. En torno a 1910, el padre del protagonista, un hortelano, va a la escuela para avisarle al maestro de que su hijo ya no volverá más. El niño ya tiene 11 o 12 años, y a esa edad ya hace falta que se ponga a trabajar junto a su padre en el campo. El maestro le pide que no lo haga, al menos todavía, que lo deje seguir estudiando. El padre accede, quizás más por falta de carácter ante la autoridad que por convicción, y eso hace que la vida de su hijo cambie de dirección para siempre.

Cuando leíste esa escena en la novela te acordaste de la visita de mi padre a tu escuela, en la Sagrada Familia de Úbeda. Mi padre fue a decirte que yo iba a dejarla para ponerme a trabajar a su lado en la huerta. Era lo normal en esa época: los hijos de los trabajadores se buscaban un oficio o se ponían a ayudar a sus padres en cuanto llegaban a los 11 o 12 años. Mi padre había comprado con mucho esfuerzo y mucha ilusión aquella huerta que era su vida, y que podía ser también la mía cuando yo fuera haciéndome mayor. Era una huerta con buena tierra y mucha agua, y cada día sacábamos de ella una gran carga de hortaliza que luego mi padre vendía en el mercado. Teníamos un cobertizo con un par de vacas, unos cuantos cerdos, una yegua. Mi padre había conocido de niño el hambre de la posguerra: la huerta era para él una garantía de que si trabajábamos mucho no nos faltaría de nada.

Tú le aseguraste a mi padre que yo “valía para estudiar”, y que podría conseguir becas. Él te hizo caso. Te prometió que al menos me dejaría estudiar unos años, a ver qué pasaba. Y así cambió mi vida. Estaban empezando a cambiar poco a poco los tiempos en España, de una manera confusa y gradual, síntomas de lo que iba a estallar colectivamente después del fin de la dictadura. Pero cada vida es única, y está gobernada por azares irrepetibles. Si yo no dejé la escuela a los 11 años fue gracias a ti, y al respeto que te tenía mi padre. El mundo en el que vivimos ahora no tiene nada que ver con el de entonces, como si nos separaran de él no décadas, sino siglos. Es fácil mirar o imaginar el pasado con un sentimentalismo que encubre la condescendencia, quizás con el exotismo de lo pintoresco. Pero tú sabes mejor que yo lo que significaba una escuela en la que los hijos de los trabajadores éramos tratados exactamente igual que los demás, y en la que a pesar de los pesares –los himnos patrióticos, la misa, el rosario– gente como tú se las arreglaba para contagiarnos el amor por el conocimiento y la lectura.

El tiempo se va tan rápido que no conviene postergar nunca los agradecimientos. El mío hacia ti me durará mientras viva.

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