El pueblo que desafió a una dictadura
Una comunidad campesina de Myanmar ha decidido luchar por sus tierras aunque eso suponga enfrentarse al Ejército
En las aldeas de Letpadaung, entre las veredas polvorientas de un país que no existe, los vecinos no recuerdan el invierno. Hace más de medio siglo que los militares secuestraron las estaciones. Desde entonces siempre es verano. Un verano pegajoso, salpicado de tormentas que enfangan los caminos y agrian la mirada. En Letpadaung, donde no hay más trabajo que el que ofrecen sus tierras pajizas, todos los campesinos odian el verano. Mas lo que en realidad odian son los inviernos robados. Cuando cultivaban arrozales. Cuando el aire no sabía a cobre. Por eso, esta noche han decidido rebelarse. Aunque eso suponga desafiar una dictadura.
Son las cuatro de la tarde de un día cualquiera, de un mes cualquiera, de una primavera que es verano. El termómetro del todoterreno que a duras penas avanza por los caminos de tierra que atraviesan las montañas de Daisy Kyaw Win no ha bajado de 40 grados desde el mediodía. Al llegar a Letpadaung estamos cansados. Y sucios. Pero en la aldea todos están más cansados. Y más sucios. “A la izquierda”. U Teikkha Nyana, el monje de las llagas del fósforo blanco, desciende con dificultad. Las costras que laceran su piel aguijonean sus palabras.
Un joven de torso fibroso da la voz de aviso sin detener la marcha de los bueyes que tiran de un carro vacío. Los vecinos salen al encuentro del monje. Tocan el suelo con las palmas tres veces antes de invitarle a pasar. En el interior del palafito, una construcción primitiva, de paredes de madera ennegrecida, levantada un par de metros sobre el suelo por si un día retornan las lluvias de invierno, Nyana reparte bendiciones mientras nos acomodamos, a la sombra, en una mesa cuarteada. En unos minutos, el tablero, salpicado de pequeñas manchas invisibles como las que deja el olvido en la memoria, se llena de agasajos: una jarra de agua fresca y un bol de arroz. Nyana empuja todo hacia una esquina. Es demasiado tarde para comer hoy. Demasiado pronto para mañana. A continuación, rebusca en su macuto naranja. Saca un móvil de última generación, un neceser Nike y una libreta llena de fechas y borrones.
22 de diciembre de 2014.
Faltan unos minutos para las dos de la tarde y los agricultores de la comunidad de Moc Gyo Pyin He Ywa, en los valles de Chidwin, han abandonado los campos. Han ido todos a la protesta. Una más entre las decenas de concentraciones desde que Gobierno les usurpó sus tierras para extraer cobre de las minas de Letpadaung. Daw Khin Win, 56 años, viuda, ha acudido junto a su cuñada. Hace unos minutos que ha vuelto de buscar agua. El calor es insoportable. Como siempre desde que es verano en Myanmar. Los manifestantes se cuidan de no adentrarse en la zona 104, de acceso exclusivo para los empleados de la mina. Si lo hacen, les dispararán. Nadie quiere que la Policía le dispare. Pero lo hacen. Y una bala mata a Daw Khin Win. Le destroza el cráneo.
—¿Creen que fue una bala perdida o un asesinato intencionado?
"Yo estaba allí. Yo recogí con dos flores, a modo de palillos, los pedazos de su cabeza para llevarlos al forense, pero no podemos saberlo. Hubo varios disparos. Un vecino fue herido en el brazo y otro en la pierna. A mí me pasó rozando", relata Ma Wa, una mujer de cuerpo y espíritu hercúleo, como todas las que cuidan de los hijos de Letpadaung. Ma Win, otra de esas ancianas irreductibles que sólo cría la desdicha, asiente con la cabeza. Ella también estaba allí. “Mira”.
Con las lágrimas escondidas en los ojos, Ma Wa y Ma Win contemplaban como la sangre que brotaba de la cabeza de su amiga Daw Khin Win oscurecía la tierra. La fotografía tiene la hora impresa en una esquina: 14.39, 22 de diciembre de 2014. El día que el Gobierno asesinó a un campesino de Letpadaung.
El pozo de las aguas verdes
Daw Khin Win empezó a morir en 1978. Fue entonces cuando la Junta Militar birmana, que pese a la histórica victoria de la premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, en las elecciones del pasado noviembre controla todavía el país, comenzó a explotar las reservas naturales de Monywa, una región agraria 130 kilómetros al noroeste de Mandalay, la ciudad sagrada de los cielos de acuarela. Aunque no fue hasta la aparición en la década de los noventa de la multinacional canadiense Ivanhoe Mines Ltd, vinculada al grupo británico Rio Tinto, cuando la lluvia comenzó a saber a cobre.
Hace unos años que los desechos contaminados llegaron a la aldea de Kan Gone. Ko Aung Soe todavía recuerda el día en el que de su pozo empezó a brotar agua verde. “Toda la aldea olía a productos químicos”, recuerda. Cuando llueve, el hedor vuelve a invadir la comunidad. Mas hace mucho que no llueve. Los campos en Kan Gone están tan secos que nadie quiere cultivarlos y muchas familias del pueblo han vuelto su vista a la mina de Yandsi Da. “Allí se ganan unos 3.000 kyats (dos euros) al día. Si se trabajan cinco jornadas, se pueden sacar unos 60.000 kyats (41 euros), pero para vivir se necesitan al menos unos 90.000 kyats (62 euros)”, denuncia Ko Moe Khing, quien a sus 41 años está harto de ver morir a sus vecinos: “Es obvio que desde que llegó la mina hay complicaciones, hay más casos de cáncer y también de abortos entre las mujeres”.
Un agricultor ha sido ya asesinado y varias decenas abrasados con fósforo blanco por las protestas contra el Gobierno
Soe señala el tanque de plástico en el que ahora sólo acumula agua estancada. “Ya no es bebible”, repite con la mirada huidiza de quien ha perdido la guerra contra el tiempo y los recuerdos. Aquí, en Kan Gone, no hay más inviernos para Soe. Quizás tampoco para su amigo Ko Moe Khing. Las compensaciones que han recibido por la expropiación de sus tierras no son suficientes, y en la mina no hay empleo para todos. “Además el proyecto se acabará en seis años. En ese tiempo habrán extraído todo el cobre”, asegura Soe.
En el trayecto hasta la factoría, Soe agarra la motocicleta con una sola mano. Con la otra trata de protegerse de la polvareda que levanta el todoterreno. Desde que no llueve, el aire es tan pesado que apenas se puede respirar.
—¿Qué ocurre?
—Ésta es la escuela. Como veréis no está ni a 200 metros de la fábrica.
Aunque carecen de pruebas que lo atestigüen, en Kan Gone todos están convencidos de que el cáncer y los problemas respiratorios tienen su origen en el conglomerado que forman la mina y la fábrica.
La noche en la que las estrellas quemaban los ojos
Nyana nunca había oído hablar de las estrellas de Letpadaung. Ni siquiera sabía que eran capaces de iluminar arrozales enteros en las noches de invierno. Cuando todavía había inviernos en Letpadaung. Mas cuando en el monasterio de Mandalay descubrieron que los trabajos en las minas habían afectado al lugar sagrado de Lay Di Sayadaw decidieron unirse a las protestas. Lo cierto es que los campesinos habían comenzado a manifestarse semanas antes, cuando los escombros fueron arrojados sobre sus terrenos. Daw Khin Win poseía siete acres con los que alimentaba a sus dos hijas. Ni ella ni sus vecinos estaban dispuestos a ceder ante las amenazas del Gobierno. Ni siquiera cuando cerraron las escuelas para forzarles a firmar la expropiación. Tampoco cuando amenazaron con arrebatarles las tierras por la fuerza. Hay algo de invencible en los nadies.
Con el apoyo de los monjes, establecieron seis acampadas permanentes alrededor de la mina. “Empezamos siendo 30 monjes y algunos campesinos. Pasamos allí dos meses completos, día y noche. Bloqueábamos los camiones sentándonos en la carretera”, recuerda Nyana. Comían bananas, frutos y algunas galletas. Con el paso de los días, llegaron a ser 2.000. Aún así, la policía seguía duplicándolos en número. Aung San Suu Kyi, la esperanza de Occidente para la transformación democrática de Birmania, anunció que visitaría la zona al día siguiente para mediar entre la empresa y los campesinos. No hizo falta. Esa misma madrugada, una noche venteada, violenta, como son siempre las noches sin estrellas, la Policía militar silenció las protestas.
“Este es un campamento ilegal. Una organización ilegal. Vamos a echar abajo el campamento”, vociferaban los altavoces.
Nadie se marchó. Al menos 500 monjes y 50 vecinos permanecieron allí. Sentados sobre sus tierras. Entonces abrieron fuego. Cañones de agua. Chorros tan feroces que hendían el viento. Mas nadie se movió, protegidos tras los mantos azafrán y los longyi. Eran las dos y media de la madrugada cuando el cielo se volvió a llenar de estrellas. Estrellas que quemaban los ojos. Y que hacían un ruido metálico al caer.
Cuando abrió los ojos, Nyana ya no sentía nada. Su piel ardía con tal virulencia que le arrancaba los sentidos. Acababa de ser rociado con fósforo blanco.
Las mujeres de la Gran Muralla
Han transcurrido casi cuatro años desde aquella madrugada de noviembre y Nyana apenas puede caminar. Todo su cuerpo es una cicatriz perpetua. Un reloj derretido. “Me sigue doliendo. Tengo los pies escamados y no puedo caminar largas distancias sin resentirme. Me pica la piel y he perdido movilidad en la pierna”, explica mientras esperamos a Thwet Thwet Win. Tarda en llegar. Mientras lo hace, Nyana aprovecha para comer. Tiene que hacerlo antes del mediodía. Si no tendrá que esperar a que caiga el sol.
Dos jóvenes novicios disponen la comida sobre la mesa. Es un banquete opíparo: arroz, pollo en salsa, ternera con tamarindo, garbanzos, galletas y té. Thwet Thwet Win tiene el rostro grueso y moreno. “No nos tratan como seres humanos, deberían hablar con nosotros, no imponer el desalojo por la fuerza”.
En los cinco kilómetros cuadrados que rodean las minas de Letpadaung residen alrededor de 25.000 personas. 26 pueblos que viven de la agricultura y el ganado. De la lluvia de invierno. Desde que en 2011 se anunciasen los planes para extender las explotaciones por encima de las 3.100 hectáreas, cuatro aldeas han sido desalojadas. Miles de personas desahuciadas. En el poblado de Thwet Thwet Win quedan tan sólo 40 familias.
Apenas una decena de kilómetros separan la aldea del páramo de Sectli, pero el tiempo se detiene en cada uno de los socavones que golpean la calzada, una vereda polvorienta y estrecha que serpentea entre desiertos de roca y arcilla y pequeños oasis de palmeras volcánicas. Casi sin darnos cuenta, el horizonte se diluye en una pradera verdosa. Entonces, la humedad envuelve la conversación. A Nyana se le agrian las heridas. Una acequia primitiva, de piedras y adobe, canaliza el agua hacia los arrozales cercanos en los que se distingue la figura encorvada de dos mujeres. De pronto, todo a nuestro alrededor vuelve a ser verde. Así debía de ser Letpadaung antes de que los generales secuestraran las estaciones.
Al llegar a un cruce, Nyana pide que detengamos el todoterreno.
—¿Por dónde se va a la Gran Muralla?
Al reducto de los que no sabe rendirse.
Por fin llegamos a un pueblo que no existe. En el pueblo de la Gran Muralla no hay casas. Ni plazas. Ni siquiera niños jugando. Tampoco hombres. Han ido todos a trabajar los campos. O a recoger leña. Al fondo, bajo un cielo plomizo de un gris eterno, un rebaño de cabras enflaquecidas avanza hacia nosotros. Un ganadero aún más enflaquecido las guía para que no tropiecen con las alambradas. Las mujeres de la aldea de la Gran Muralla se arremolinan alrededor de Phyu Hnin Htwe, una joven de 23 años a la que el Gobierno ha incluido en su lista negra. Visten longyis de colores brillantes que resaltan sobre las tierras ennegrecidas. Todas hablan a la vez. Cantan. Y nos ofrecen fruta fresca. No hay ni un sólo hombre. En la aldea de la Gran Muralla son las mujeres las que lideran las protestas.
Al acercarnos a la muralla, una cerca de tierra oscura levantada como un rectángulo protector alrededor de la mina, la letanía mecánica de las grúas ahoga el diálogo. Cada varios centenares de metros se alza una garita roja de seguridad. “No sabemos que hacer sin las tierras. Durante la estación lluviosa intentamos abrir un camino hacia nuestros campos, pero los militares lo cerraron”, cuenta Phyu, convertida en la portavoz de la comunidad. El resto del año, las tierras son prácticamente estériles. “Si no nos permiten cultivar tendremos que mendigar o robar”. Hace ya demasiado tiempo que les robaron el invierno.
La señora Tee es la primera en leer el viento. Antes de que podamos ponernos a cubierto, una ráfaga violenta tira los platos. “Cuando llega la tormenta, el polvo de la mina cae sobre el pueblo. Y entonces ya no podremos beber el agua de la lluvia”, dice Ko, quien desde hace unos minutos es la voz de la señora Tee.
—¿Eso quiere decir que va a llover?
Mientras nos alejamos, Nyana observa la tormenta, contando cada gota que golpea la ventanilla. Entonces sonríe. Acaba de descubrir que es imposible secuestrar el invierno.
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