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Un ‘apartheid’ en el siglo XXI

El conflicto étnico y religioso en Birmania crece. Más de 150.000 musulmanes de la etnia rohingya malviven en campos de desplazados

Una joven rohingya espera atención médica en una clínicas de los campos de desplazados en Sittwe, Myanmar.
Una joven rohingya espera atención médica en una clínicas de los campos de desplazados en Sittwe, Myanmar.Zigor Aldama

Una valla culminada por alambre de concertina, una barrera rojiblanca, y tres policías con cara de aburrimiento apostados en medio de una estrecha carretera son los elementos que separan dos mundos completamente diferentes en Sittwe, la capital del estado Rakhine de Myanmar, conocida antes como Birmania. A un lado, la población de mayoría étnica rakhine disfruta de una vida en libertad: pueden viajar a donde quieran, casarse con quien deseen, trabajar en lo que les plazca, y acudir a cualquier ceremonia religiosa. Al otro lado de la valla, sin embargo, casi 150.000 musulmanes de la etnia rohingya, no reconocida entre las 134 que oficialmente componen el complejo mosaico humano del país, viven hacinados en una docena de campos de desplazados y son privados de sus derechos fundamentales: no pueden abandonar el recinto, necesitan un permiso especial para contraer matrimonio, su natalidad está controlada, y carecen de fuentes de ingresos.

Allí, junto a una mezquita de hormigón desnudo, el cadáver de Ahmed yace en un esqueleto metálico decorado con la media luna y la estrella islámicas. La tranquilidad que transmite su rostro contrasta con el estruendo del dolor que desfila a su alrededor. Hace diez días que este niño de 12 años cayó enfermo, pero sus padres no dieron mayor importancia a sus quejas hasta que la fiebre se hizo más que evidente. Fue entonces cuando buscaron ayuda en la única clínica a la que tienen permitido acudir. En las rudimentarias instalaciones, y tras un examen superficial, el médico les indicó que regresasen a su barracón. “Nos dijo que seguramente se trataba de una gripe que remitiría en unos días, y que no era grave”, recuerda su hermano mayor entre sollozos.

Al contrario, la situación se agravó y Ahmed comenzó a tener problemas para respirar. Finalmente, los doctores decidieron evacuarlo al hospital de la ciudad. Tres días después han devuelto su cadáver, y la familia está convencida de que ha sido asesinado. “Le han inyectado veneno como a todos los demás”, grita su madre, a punto de desmayarse. A pesar de lo descabellado de la idea, la teoría de que en el hospital de Sittwe se asesina a los enfermos rohingya corre como la pólvora. “Los enfermos más graves son evacuados a ese centro, que está fuera de los campos, pero a sus familiares no se les permite acompañarlos. Así que, cuando vuelven muertos, muchos creen que su fallecimiento no ha sido por causas naturales. Lo más seguro es que hayan muerto por negligencia médica”, apunta Aung Win, el líder rohingya más prominente dentro de los campos cuyos contactos han facilitado la obtención de los permisos que ha requerido este periodista para entrar en ellos. Trabajadores de Naciones Unidas que piden mantenerse en el anonimato, reconocen que la mortalidad de los rohingya, considerada por esa organización como la etnia más perseguida del planeta, es muy superior a la de los rakhine.

La violencia estalló en 2012, cuando, supuestamente tres rohingya violaron a una joven budista

Ahmed es sólo uno de los muchos niños que mueren cada semana víctima del ‘apartheid’ del siglo XXI, ese que ha impuesto el Gobierno birmano tras la explosión de violencia que se desató el 28 de mayo de 2012. Aquel día, siempre según la versión oficial que ha sido refutada por diferentes testigos, tres hombres rohingya violaron y asesinaron a una joven budista, religión que profesa el 89% de los 55 millones de birmanos, y abandonaron su cuerpo en la calle. En venganza, diez religiosos islamistas fueron apaleados hasta la muerte. La ira se convirtió en fuego. Miles de casas fueron reducidas a cenizas, y más de 200 personas murieron en los enfrentamientos que han detonado un conflicto extendido ya por el país y que enfrenta a budistas y musulmanes independientemente de la etnia a la que pertenecen.

Aunque la violencia se ha disparado en los dos últimos años –a principios de enero se cobró sus últimas diez víctimas mortales en la localidad de Maungdaw–, el enfrentamiento que amenaza con desestabilizar el país en un momento extremadamente delicado, cuando se prepara para celebrar sus primeras elecciones democráticas desde 1990, no es nuevo. De hecho, se remonta a la era colonial británica. Según aseguran los rakhine, fue entonces cuando los rohingya llegaron a Birmania, empleados por las fuerzas de las Indias Orientales. De hecho, ni siquiera aceptan esa denominación para referirse a este grupo, que actualmente suma 700.000 de los 3,8 millones de habitantes que tiene el Estado.

“Son bengalíes”, sentencia contundente U Shwe Mg, miembro del Comité Central del Partido para el Desarrollo de la Nación Rakhine, considerado uno de los atizadores de la violencia contra los rohingya. “Cuando llegaron, los rakhine creyeron que su presencia sería temporal y dejaron que se quedasen, pero, poco a poco, debido al aumento de su peso demográfico –se les acusa, con razón estadística, de tener muchos más descendientes que el resto–, han ido colonizando la tierra, se rigen únicamente por la ‘sharia’, pagan a mujeres budistas para que se conviertan al Islam y se casen con ellos, y ahora exigen derechos que sólo se les debe otorgar a los pobladores originarios”. Fuera de los campos de desplazados, esta es la versión de la historia que impera. Los rohingya son considerados inmigrantes ilegales, violentos e integristas, que deberían ser devueltos a Bangladesh.

1.300 deportados en tres meses

Unos 1.300 rohingya fueron deportados en barco a finales de 2013 desde Tailandia de a Myanmar, según informaron las autoridades tailandesas el pasado jueves. Ignoraron así las llamadas de los grupos humanitarios, que reclamaban no devolverlos por la discriminación que sufren en el país de destino.

Las deportaciones se ejecutaron entre septiembre y noviembre, según las autoridades, que señalaron que se trataba de solicitantes de asilo que se encontraban internados en centros de detención de todo el país. Según las mismas fuentes, la deportaciones fueron voluntarias y se hicieron en tandas de entre 100 y 200 personas. "Vieron que no tenían futuro en Tailandia, así que decidieron volver a Myanmar", añadieron.

A 300 kilómetros al noreste, en la ciudad de Mandalay, el monje budista Ashin Wirathu, que se autodenominó el ‘Bin Laden budista’ y que protagonizó una portada de la revista Time bajo el título "El rostro del terror budista", incluso acusa a los rohingya de querer instaurar un estado islámico en Myanmar antes del año 2100. Por eso, el movimiento ilegal 969, del que es una figura destacada, nace “para detener la invasión musulmana lanzada por los rohingya”. Tajante, Wirathu explica a EL PAÍS su discurso, que cala hondo en la población: “Si hay algún país dispuesto a acogerlos, se los enviaremos muy agradecidos. Si eso no sucede, han de continuar segregados como ahora porque no son ni una etnia ni ciudadanos de este país”.

Dentro de los campos de desplazados, sin embargo, nadie se considera bengalí. “Yo nací en Birmania. Mis padres y mis abuelos, también. Nadie de mi familia vive o ha vivido en Bangladesh nunca”, cuenta Amina, una mujer de 60 años que tuvo que abandonar su casa, en el pueblo de Kyaukpyu, cuando fue atacada por una horda de rakhine el 23 de noviembre de 2012. “Era gente de fuera que planeó de antemano el ataque con el beneplácito de la Policía, que no hizo nada por impedirlo”, asegura. Ahora, comparte con sus cinco hijos y sus doce nietos una pequeña vivienda de bambú que se inunda en cuanto caen cuatro gotas. “Aunque tengamos que malvivir en condiciones inhumanas, me niego a firmar el censo que propone el Gobierno para permitir nuestra reubicación mientras en él se nos califique como bengalíes”.

Unas chozas más allá, Zamila, tres años más joven, muestra el mismo rechazo. “Aquí estamos muriendo de hambre, porque ni siquiera recibimos las raciones del Programa Mundial de Alimentos, y nuestros hijos no están escolarizados. Aparte de los pescadores y de quienes tienen alguna pequeña tienda, no hay trabajo. Nos han convertido en mendigos, pero somos mendigos rohingya, no bengalíes”. Sus palabras provocan los gritos de quienes escuchan la conversación: ¡Rohingya! ¡Rohingya!. Abu Tahay, presidente del Partido para el Desarrollo de las Naciones de la Unión y uno de los pocos políticos de esta etnia, da la razón a Zamila con un taco de antiguos documentos que demuestran la existencia de los rohingya en Birmania mucho antes de que llegasen los colonizadores del imperio británico.

Tahay muestra fotografías de inscripciones en piedra que podrían confirmar su presencia en el estado Rakhine desde el siglo VIII, pero la interpretación que se hace de su significado es polémica. Sin embargo, lo que no deja lugar a dudas es el primer censo llevado a cabo por los británicos sólo dos años después de haber conquistado esa zona del país. “En esos documentos, de 1826, ya se menciona a los rohingya, y entonces el imperio todavía no habían llegado con los indios a los que empleaban en sus colonias”.

Zamila desconoce los pormenores de la Historia que detalla Tahay, pero sufre las consecuencias de la interpretación que hace la mayoría de la población birmana. “Tuvimos que abandonar nuestra casa, que fue incendiada en junio de 2012, y perdimos todos los documentos que certifican nuestro origen, incluidos los antiguos carnés de identidad [se expidieron hasta la aprobación de la ley de concesión de la nacionalidad de 1982, una norma que convirtió a los rohingya en apátridas]. Sin ellos no tenemos nada que hacer”.

En Aungmingalar, un céntrico barrio de Sittwe convertido en un gueto para rohingyas en el que viven unas 4.000 personas, la situación todavía es más desesperada. Quienes aquí residen tienen incluso miedo de hablar. La presencia policial abruma, y, a pesar de tener los permisos en regla y sin dar razón alguna para semejante restricción, el mando al cargo solo permite a este periodista pasar una hora en el barrio. Conscientes de la situación, aprovechando un momento en el que no se ven uniformes alrededor, los habitantes entregan una carta que han preparado para denunciar la situación en la que viven: “Esto es un genocidio que sigue las pautas del holocausto judío. Vivimos en un estado de terror constante, y no sabemos cuándo llegará nuestro último día”. En la misiva también acusan al presidente Thein Sein, que públicamente se mostró de acuerdo con las tesis de Wirathu, de ordenar la limpieza étnica.

Han de continuar segregados porque no son ni una etnia ni ciudadanos de este país"

“La única forma de salir de aquí es sobornando a los militares que guardan todas las entradas, pero las sumas que exigen están fuera del alcance de los desplazados, que lo han perdido todo. Quienes tenían joyas u otros objetos de valor ya los han vendido para escapar, y ya no están en los guetos”, cuenta Aung Win. “El resto sobrevive a duras penas sin una fuente de ingresos estable [ahora se permite la pesca para su exportación a China y otros países de la región] y con un racionamiento que aboca a la desnutrición. La situación es cada vez más desesperada”.

Además, a los residentes ‘legales’ de los campos, alojados en alargadas edificaciones de madera, se han sumado otros rohingya que, aunque no han sido víctima directa de la violencia y teóricamente no pueden beneficiarse de las raciones de Naciones Unidas, han preferido abandonar sus lugares de origen para resguardarse de posibles ataques en barriadas de chabolas erigidas en el propio recinto de los campos. Entre los más pequeños abundan los vientres hinchados, mientras que los adultos son poco más que huesos y pellejo, y las ONG advierten de que la llegada de la estación de lluvias puede provocar epidemias para las que no están preparadas las Autoridades.

Basta una visita a las pequeñas clínicas en las que se atiende a los desplazados para entender el porqué de este temor. Escasean los medicamentos y abundan las muecas de dolor. Mujeres que acaban de dar a luz sin apenas asistencia médica lloran porque no consiguen una manta para tapar a sus retoños, mientras que ancianos a los que se ha desahuciado aguardan estoicamente la muerte en la misma habitación. Hay palanganas con orina y vómitos desperdigadas por el suelo, y hace tiempo que se vaciaron muchas de las bolsas conectadas a las sondas intravenosas que cuelgan de ganchos roñosos. Las infraestructuras son propias de un campo de concentración, y los médicos, todos de la etnia ‘rival’ rakhine, no parecen muy interesados en hacer su trabajo.

“Los periodistas extranjeros siempre sacan la cara a esta gentuza”, masculla uno antes de escapar a las preguntas que provoca su comentario. Cinco minutos más tarde, los responsables gubernamentales prohíben continuar documentando el lugar. “Vienen a trabajar porque se les obliga, pero, como el resto de los rakhine, odian a los rohingya”, apunta Aung Win. “Y ese odio es el que ha provocado un genocidio silencioso, que se está llevando a cabo con el visto bueno del Gobierno y con la complicidad de una comunidad internacional más interesada en hacer negocios con el Gobierno que en la protección de nuestro pueblo”.

En las rudimentarias escuelas repartidas por los campos, los profesores sí son de la etnia rohingya, pero la situación no es mucho más halagüeña. Pocos reciben un sueldo. “Aquí somos 49 docentes, pero solo podemos pagar el sueldo de seis, unos 90.000 kyat (70 euros) al mes. El resto son voluntarios”, explica U Khin Maung, director del centro en el que estudian 2.900 alumnos de entre cinco y 15 años del campo de desplazados That Kay Pyin. “Hacemos lo que podemos, pero tengo que reconocer que aquí no reciben una buena educación. Y temo que, por eso, incluso si en algún momento consiguen vivir en libertad, no podrán labrarse un futuro próspero”, apostilla.

Con este negro horizonte, no es de extrañar que el tráfico de personas se haya convertido en el único negocio que triunfa en los campos de desplazados. Las mafias birmanas cooperan con sus homólogas tailandesas y malasias para operar una flotilla de barcazas de madera que se aventuran al Océano Índico con la esperanza de alcanzar las costas de esos países, en un viaje cuyo ansiado destino final es Australia. “La mayoría no llega nunca”, afirma Aung Win. Por un lado están los naufragios como el que dejó 70 muertos el pasado mes de noviembre, y por otro lado “son víctima de redes que trafican con ellos, sobre todo para utilizarlos como mano de obra esclava”.

Aung San, un joven de 25 años que ni siquiera ha conseguido recuperar el cadáver de su prima, “asesinada y quemada para que no pudiese recibir un funeral musulmán”, cree que merece la pena correr el riesgo. Ha conseguido reunir el dinero necesario, y espera la salida del próximo barco para sobornar a un par de agentes y escapar de Aungmingalar. “Sabemos que Malasia ha instalado campos de refugiados mucho mejores que los de aquí, y que allí se nos trata con dignidad y podemos trabajar”, argumenta. “No soporto más la represión a la que estamos sometidos. Y no creo que la situación vaya a cambiar en el futuro a pesar del trabajo que hacen ONG internacionales y Naciones Unidas”. No en vano, todas ellas están también en el punto de mira de los extremistas rakhine, que las acusan de ayudar exclusivamente a los musulmanes. “Mientras la comunidad internacional no se involucre, la tragedia continuará”.

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