Sin exigencias
Si un musulmán estricto viene a Europa debe saber que aquí se representa el cuerpo desnudo desde hace unos 2.500 años
La medida ha causado considerable y merecido revuelo en casi todo el mundo, tanto por el hecho en sí como por lo que significa. Como ya sabrán, durante una reciente visita a Roma del Presidente de Irán, Hasan Rohaní, las autoridades italianas decidieron cubrir –más bien ocultar– las estatuas antiguas de los Museos Capitolinos, para que sus desnudos no ofendieran al alto dignatario, o tal vez no lo incitaran a pecar de pensamiento, algo que también juzgaba frecuentísimo (y tan grave como el pecado de obra o de palabra) el Catecismo católico que muchos hubimos de memorizar de niños. En vista de la reacción justamente indignada de numerosos ciudadanos, el Gobierno de Matteo Renzi (católico practicante, me temo que más que socialista) se ha desentendido y ha echado balones fuera: la idea no fue nuestra, no se sabe de quién partió, quizá lo exigió la propia delegación iraní. Pero ésta, por boca del propio Rohaní en rueda de prensa, desmintió la imposición, aunque se mostró complacida con la deferencia, más bien servidumbre: “No pedí nada”, dijo el Presidente, “pero sé que los italianos son muy hospitalarios e intentan hacer de todo para que uno se encuentre a gusto. Les doy las gracias por ello”.
Poco después este hombre se desplazó a París, y allí lo que se procuró fue que no viera una gota de vino, que su fe también prohíbe. ¿Qué hacemos?, se preguntaron los franceses; porque aquí son inconcebibles una cena o almuerzo en los que no se ofrezca vino a los comensales. Démosle una merienda, en la que nos podemos arreglar con té, café y refrescos sin que nadie ponga el grito en el cielo. Y así se hizo. No hace falta recordar que el objetivo primordial de ambas visitas eran negocios, tras el levantamiento de las sanciones al régimen ayatólico. El anciano politólogo Giovanni Sartori, de 92 años, ha sido uno de los que han hablado más claro (la gente vieja tiene la ventaja de decir lo que piensa sin miedo): “Cubrir las estatuas es ridículo, absurdo. Es el reflejo de un mundo imbécil que hace sólo lo que encuentra útil y conveniente en cada momento. Uno tiene derecho a que se respeten sus principios y tradiciones. Si Irán lo tiene, también nosotros. Se podía haber hallado otra solución, con un recorrido distinto o un sitio diverso a un museo con desnudos, pero jamás se debió llegar a esta payasada inadmisible”. Y sugirió, con gracia, que se hubiera recibido a Rohaní entre Ferraris, dada la índole comercial de su embajada, con un séquito de seis ministros y un centenar de empresarios.
Siempre me ha parecido irritante y engreído “pedir perdón” por lo que hicieron nuestros antepasados
El episodio es chusco, en efecto, como lo es el de la merienda parisina, que ha provocado menos alboroto pero resulta igual de abyecto. Y los dos son sintomáticos de la cobardía y la indignidad que hoy recorren Europa. Es éste un continente con un ilimitado complejo de culpa y una fuerte tendencia a flagelarse, sin demasiado motivo. Siempre me ha parecido irritante y engreído “pedir perdón” por lo que hicieron nuestros antepasados. Ni somos ellos ni podemos arrogarnos la capacidad de hablar en su nombre. No podemos atribuirnos sus virtudes ni sus defectos, sus heroicidades ni sus crímenes. Pensar que todo eso se hereda de generación en generación, indefinidamente y hasta el fin de los tiempos, es tan arrogante como injusto y se asemeja peligrosamente al concepto de “pecado original”. Parece haberse olvidado la máxima “Responda cada cual de sus actos”, y no de los del abuelo, el padre o el hermano. Está bien, sin embargo, que no queramos ser como otros más intolerantes. Sería abominable que, con tanto ciudadano musulmán, nos opusiéramos a que se erigieran mezquitas en nuestro suelo, aunque en los países de esa religión no suela haber contrapartida, porque en ellos raramente se consiente la libertad de culto o el ateísmo. Es de cajón que la gente islámica que vive aquí observe sus preceptos, costumbres y prohibiciones, siempre que no infrinjan las leyes de todos ni atenten contra los derechos de nadie. Nada más lógico que no tomar por desaire que Rohaní desdeñe el vino, pero de ahí a que nadie lo tome en su presencia, a que desaparezca de las mesas porque él lo desaprueba, va un inmenso trecho. Y lo mismo para las estatuas romanas. Si un musulmán estricto viene a nuestros países, debe saber que aquí se representa el cuerpo desnudo –bien que intermitentemente– desde hace unos 2.500 años. Puede por tanto renunciar a su visita o cerrar los ojos, pero no esperar ni exigir que vayamos cubriendo esculturas a su paso con pleitesía. Recordaba Savater hace semanas que el imán de la mezquita de Colonia se mostró comprensivo con quienes en Nochevieja manosearon y en algún caso violaron a mujeres locales: “Iban perfumadas …, casi desnudas”, dijo, ¿y qué iban a hacer los pobres varones recién llegados? Con el habitual complejo de culpa, ya hay quien recomienda a nuestras mujeres que se recaten en el vestir, en otro gesto de sometimiento. Los países europeos deben ser firmes y razonables. La cuestión es tan sencilla como la siguiente: ahora que fumar tanto espanta, yo he declinado invitaciones a casas en las que se me advertía que allí no podría hacerlo. Respeto a mis anfitriones, no acepto una invitación condicionada, no voy y punto. Lo que sería inadmisible es que yo obligara a fumar a quienes vinieran a la mía o que ellos me impusieran a mí abstenerme en ella, por su presencia. La solución sensata es tan fácil que causa rubor que aún se discuta: el que venga con exigencias, que no venga.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.