Niños y cachorros
No sé si este es un buen país para viejos. Una cosa es que aumente la esperanza de vida y otra muy diferente es que aumente la esperanza
Hace tiempo que desaparecieron los niños de esta plaza. Cada vez es más raro verlos jugando en los espacios públicos. Hay incluso parques infantiles, herrumbrosos, donde suelen sentarse los ancianos, y alguno empuja con el bastón un columpio vacío. España es una pirámide invertida en la que, en 2015, ha habido ya más muertes que nacimientos. Creo que la gente, en general, no quiere morir, pero los bebés tampoco quieren nacer. Entre expertos se habla ya de un “suicidio demográfico”. Por decirlo así, a la brava, está más favorecida la cría de automóviles que de personas.
Pienso en todo esto porque en el lugar hay una niña que habla sola. Bueno, no exactamente. Habla con un perro. Es al anochecer, en una plaza de terrazas, con mesas repletas de adultos que charlan, ajenos al monólogo de la chiquilla que ha convertido el círculo luminoso del farol en un escenario. El perro está sentado, atento. La niña va alzando la voz al tiempo que gesticula como una educadora enojada.
–¡No, no, así no! Colocaros bien. Chico y chica, chico y chica. ¡Nada de bandas! Siempre acabáis igual. Machitos por un lado, chicas por el otro.
El perro escucha, meditabundo. Poco a poco, el resto de la plaza también. Sí, la voz imita el tono pedagógico de una profesora, con un punto de enfado irónico que transforma a esa menuda de seis o siete años en una maravilla cómica. A estas horas, en vivo, sin programar, un regalo portador de sentido.
Habla de espaldas a un público adulto, estupefacto. Hacia la oscuridad, con la mediación del perro, que de vez en cuando le da la réplica, apesadumbrado, como portavoz de los niños zombis a los que se dirige. Creo que todos la miramos con el asombro de quien oye brotar una disidencia, una verdad reprimida, a la manera del azar dadaísta: “¡Arriba las manos, va a caer un ángel!”.
España es una pirámide invertida en la que, en 2015, ha habido ya más muertes que nacimientos
La niña y el perro, el extraño ángel, nos están transmitiendo información desconocida. No solo sobre lo que ocurre en el reducto escolar. Acaban de retratar la sociedad. Me sorprende como una novedad esa palabra tan perturbadora, que se reactiva desde el pasado: las bandas. Ella y la maestra que parodia han dado en el clavo: vuelven las bandas. Tal vez nunca se han ido, pero resurgen con fuerza. Bandas de jóvenes machos que utilizan las nuevas tecnologías para quedadas paleolíticas. Bandas en la política, e incluso en la cultura. Bandas de rufianes dichosos, la corrupción que ya Cervantes definió con precisión de serie negra: la “máquina hampesca”.
–No, no. ¡Así no! Chico, chica, chico, chica. Nada de bandas. Y los pies son para bailar, no para pisar.
Hasta que alguien la llama en voz alta por su nombre. Y ella se vuelve, despierta de su juego hipnótico y se marcha con su compañero de sombras. Nos dejó el regalo de ver brotar el humor. Y un misterio de niños zombis y bailarines desvaneciéndose en la oscuridad.
Me gustaría contarle esta historia al escritor Richard Ford. Con una ironía más curtida que el asentador de cuero de un viejo barbero del Misisipi, responde así a la pregunta de por qué no ha querido tener hijos: “Nunca. ¿Por qué iba a querer que me molestasen? No creo que pudiera ser un buen padre. Los míos fueron excelentes y no creo que tenga que demostrar que lo hago peor que ellos. Prefiero los cachorritos, no duran tanto” (revista Icon, número 24).
Ford no quería que le molestasen. Es un asunto personal. Habrá quien se irrite por la preferencia hacia los cachorritos, ese elegir una compañía por la brevedad de una vida. Como animalista, cada vez me interesan más los cachorros humanos. Su hipo de pez. El reflejo prensil. Y en especial, la primera risa. De todos los trasgos o duendes, hay unos de existencia segura, comprobada. Son los que en Galicia llamamos meniñeiros. Los que enseñan a reír a los bebés. Invisibles a los mayores, solo las criaturas los ven. Eso explica que haya niños que rían sin motivo aparente.
No sé si este es un buen país para viejos. Una cosa es que aumente la esperanza de vida y otra muy diferente es que aumente la esperanza. Desde luego, no lo es para niños y animales. Soy de los que piensan que, donde están bien los animales, está bien la gente. Lo que no es una opción libre es el “suicidio demográfico”, ese récord europeo de envejecimiento, donde el ritual social más repetido y concurrido es el entierro. En la ciudad de Ebenezer Howard, el urbanista del bienestar, el centro sería el jardín de infancia, la biblioteca, las dotaciones sociales. Hoy, en demasiados municipios españoles, el centro social es el tanatorio. Habrá que declarar a los niños bien de interés cultural.
elpaissemanal@elpais.es
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