Iván Domínguez, ‘cociñeiro’ anfibio
El director gastronómico de ‘Alborada’ y ‘Alabaster’ se formó entre la disciplina que impera en los fogones militares. Hoy es un chef habilidoso que se ha propuesto meter a Galicia en un plato.
Queremos ayudarnos de la técnica pero no pensar sólo en ella para diseñar un plato. Lo fundamental es que esté rico.
El teléfono sonó minutos después de que el Presidente del Gobierno hiciera oficial el anuncio: España se sumaba a la colación internacional contra Irak y, entre otros apoyos a la operación “Libertad Duradera” en el Cuerno de África, enviaría tres buques militares. Uno de ellos, el petrolero Marqués de la Ensenada, estaba anclado en la Base Naval de Rota (Cádiz) y su principal misión sería la de reabastecer de combustible a los barcos y aeronaves propios y aliados. No se sabía con exactitud los días que estaría en alta mar, pero la orden al jefe de cocina del barco fue tajante: “encárgate de tener provisiones como para unos tres meses.” Así que Iván Domínguez Pereda, un gallego de entonces casi 24 años, con poco tiempo al frente de los fogones de la embarcación, recibió un chute de adrenalina con esas palabras y se dispuso a llenar el almacén de latas, congelados, sacos y cajas.
Hasta entonces, durante las tranquilas maniobras logísticas a las que estaba acostumbrado el buque, Domínguez y las tres personas que conformaban su equipo elaboraban el menú para sus compañeros después de hojear recetarios y de pensar en alguna variación de ingredientes. Si tenían los pasos para hacer un pollo asado, ellos le agregaban un relleno y a la salsa para acompañarlo le ponían un toque picante o dulce. Casi nunca cocinaban para más de 200 personas y los platos “sencillos, pero sabrosos” satisfacían a todos sin mayor problema. ¿Las cosas serían distintas en situación de guerra? Las cosas, aquella vez, estaban englobadas en la incertidumbre.
A última hora del 19 de marzo de 2003, el Marqués de la Ensenada —123 metros de acero gris, cuatro ametralladoras y un cañón para autodefensa— zarpó con destino a Omán, donde haría una escala antes de continuar hacia Dubái y luego a Bahréin (lo más cerca que estuvo de Irak). El viaje emprendido le llevó a atravesar el Mediterráneo, el Canal de Suez y el Mar Rojo, pero al segundo día de haber iniciado su travesía, una furiosa tormenta sorprendió a la tripulación. “Era de madrugada. Las olas entraban con fuerza en el barco y, en el contenedor de las provisiones, los sacos de harina y patatas comenzaron a romperse. Las cajas de latas también. Todo se amontonó y tapó los conductos del barco y el agua no podía salir. Tuvimos que amarrarnos a unas cuerdas para destaponar todo aquello mientras el barco se meneaba con fuerza. No nos quedó más remedio que echar muchas cosas al mar y, cuando todo acabó, el mareo que teníamos era insoportable y tuvimos que pasar un buen rato en la cama para recuperarnos. Pero, a reserva de esto, la navegación fue tranquila. No obstante, daba de comer cosas que, si las veo ahora mismo, me daría un ataque de nervios”, dice Iván Domínguez, doce años después de esa experiencia, quien además asegura no haber sido testigo de alguna batalla en aquellos días. “Para nosotros todo fue tranquilidad porque les pasábamos combustible a otros barcos y ya. Ellos eran los que se iban a participar en los ataques.”
Fueron casi dos meses de navegación entre la ida, las escalas y la vuelta. Y, durante ese tiempo, en el comedor del barco se servían platos con arroz, pasta, verduras, pollo, pescado y conservas. “Era una comida muy básica, para gente trabajadora. Nos basábamos en los recetarios, como podría hacerlo cualquier ama de casa. Y las cantidades de lo que preparábamos eran muy grandes. Llegó el momento en que tuvimos que alimentar a 600 personas en un solo servicio”, apostilla el cocinero que hoy es director gastronómico del Grupo Alborada. Cuando el buque se detuvo en el puerto de Omán, además de descansar e irse de fiesta, Domínguez tuvo que hacer la compra. “Y ahí comenzó el conflicto que terminaría por propiciar mi salida de la Armada. De repente, un kilo de kiwi costaba oficialmente 18 euros. Me di cuenta de que, en las hojas del presupuesto, las cosas no se correspondían con los precios reales. O sea: alguien se estaba quedando con una parte del dinero. ¡Y nadie me daba una explicación! Claro: ¿un cabo exigiéndosela a sus superiores? ¡Imposible!”
El problema se quedó sin resolver y al regresar a España, después de unas vacaciones para desconectar de la misión militar, el trabajo en el barco re reanudó con el aparente sosiego de siempre. Un día el cabo Domínguez se cortó el pelo en forma de cresta, se tatuó un duende en la espalda y llegó a realizar su faena diaria como si tal cosa. Era todo un desafío para la jerarquía militar (“es que yo ya estaba que me quería ir y me quería ir”). Un suboficial le ordenó que se cortara la cresta. “Que me la corte el peluquero del barco”, le respondió. Pero el peluquero del barco era el propio Iván. Un teniente le volvió a dar la orden y él le volvió a dar la misma respuesta. Entonces se oyó una frase por el altavoz del Marqués de la Ensenada:
—¡Cabo primero Domínguez, presente en la oficina del Segundo Comandante!
Iván fue y, al instante, soltó:
—Primero escúcheme y después me quito la cresta.
Y le contó sus sospechas sobre el presupuesto (inflado) de la comida en la operación “Libertad Duradera.”
Pero la indiferencia pudo más que la sensatez.
En ese momento, al contrato de Iván Domínguez le faltaban cuatro meses para caducar y él, obviamente, no tenía intención de renovarlo. “Fue muy duro el día que me fui. Estaba destrozado. Ninguno de los jefes me apoyó y de aquel dinero nunca se supo nada. Me despedí de algunos compañeros, cogí el coche y me fui directo a Galicia, a ver si en casa ponía en orden mi cabeza.”
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El hombre que un día, en medio de un congreso gastronómico, llegaría a asar un bogavante vivo con un soplete fue “un chico terremoto.” Había nacido en 1979 (año de la cabra, según el horóscopo chino), en A Coruña (Galicia), en cuya área metropolitana creció al lado de una madre pintora, un padre trabajador de una tabacalera y dos hermanas menores que él. Antes que coger un libro, Iván prefería irse a la playa para retar a las olas, subido en una tabla de surf. Si hacía novillos, le cambiaba la chaqueta a alguno de sus amigos para que no lo reconociera su madre (“por si me la encontraba por ahí”). A veces copiaba en los exámenes y no se preocupaba si suspendía dos o tres o siete asignaturas.
Cuando era un adolescente con una melena de rizos alborotados, su padre le dijo que un amigo, sargento de la Marina, le había comentado que el sitio ideal para un chico como él estaba en las filas de la Armada. “La verdad, yo necesitaba orden en mi camino. Era un chaval de 17 años, rebelde, que no encontraba algo que le atrajese. Le dije a mi padre que sí y su amigo sargento me recomendó meterme en la rama de hostelería y alimentación”, subraya Iván una mañana fría, ante una taza de café.
Previo examen de ingreso, Iván fue aceptado en la Escuela de Especialidades de la Estación Naval de La Graña (Esengra), en Ferrol. Ahí estuvo durante tres meses, ya sin melena, un poco acongojado por la disciplina militar, pero convencido de los beneficios que ésta aportaría a su vida. Todos los días se levantaba a las siete y media de la mañana para ducharse, afeitarse y desayunar, porque a las nueve en punto tenía que rendir honores a la bandera. Enseguida comenzaban las clases (de hostelería, inglés, armamento, maniobras y navegación, deportes…). Los fines de semana se iba a casa de sus padres y, cada mes, recibía 680.000 pesetas. El orden se impuso en su diario vivir con facilidad y, al concluir ese periodo de formación, firmó el primer contrato que lo llevaría a permanecer en las filas de la Armada durante más de un lustro.
Después de unos meses de trabajo en la base naval de Ferrol, Iván fue incluido en la misión humanitaria que en el último tramo de 1998 intentó hacerle los días más llevaderos a los centroamericanos afectados por el huracán Mitch. “Fueron unos 80 o 90 días en los que me dediqué a lavar bandejas mientras navegábamos y luego a ser testigo de lo mal que estaba la gente de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala. Y quizá esa fue la experiencia que cambió mi forma de ser. A partir de ahí, se esfumó el demonio que era. Mis padres lo notaron cuando volví. Sólo que… como era mi primera vez en un barco, ¡no veas lo malo que me puse! Mareos, vomitonas… ¡Horrible! Pero ya estábamos en alta mar, no había marcha atrás y tuve que acostumbrarme”, cuenta con media sonrisa.
Luego de haberse pasado medio año haciendo el curso de cabo y de un periodo más en otro buque anfibio, Domínguez ascendió a cabo primero, lo destinaron al Marqués de la Ensenada y, llegado el momento, decidió no renovar su contrato por aquel “presupuesto inflado.” Se fue de la Armada, pero tenía la disciplina muy bien acendrada. Y eso, ya lo verán, se convirtió en la clave de su éxito en la cocina.
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La verdad, 'Casa Marcelo' fue como una segunda experiencia bajo la disciplina militar. Marcelo era un maravilloso cabrón en toda regla. A los dos meses de haber entrado, el jefe de cocina tuvo que irse unos días porque se le había muerto un pariente. Marcelo dijo que yo me tenía que hacer cargo. ¡Menuda responsabilidad, chaval!
Para ser un profesional de la hostelería se requiere vocación, pasión y sacrificios. Estar en una cocina implica, además, tener destreza, creatividad y saber trabajar en equipo. Así le quedó claro a Iván Domínguez cuando al terminar su estancia en la Armada se puso a estudiar “en serio” en la Escuela de Hostelería Fraga do Eume (A Coruña), con el firme propósito de llegar a ser un cocinero innovador. “A diferencia de mis compañeros, yo ya llevaba cierta seguridad. No me asustaba si tenía que darle la vuelta a una tortilla de patatas en una sartén o no dejaba de cocinar si me quemaba. Siempre destaqué por estudioso, preguntón y trabajador. Sí, yo que antes suspendía casi todas las asignaturas y no quería tocar un libro, me convertí en alguien súper responsable”, comenta Iván, quien por entonces comenzó a trabajar en una empresa de catering. “Cada fin de semana me iba a una boda o algún otro evento y así aprendí a manejar grandes cantidades de comida. De comida bien hecha, no a base de latas, como hacíamos en el barco. Y ahí me di cuenta del esfuerzo físico y psicológico que se necesita para este oficio.”
El siguiente paso práctico de su formación fue integrarse en el equipo de Casa Pendás. “Ahí me encontré con una cocina mucho más cuidada, con una carta de guisos importantes, pero no excesivamente técnicos. Aprendí mucho gracias a que me dieron mucha caña. Pero mucha, ¿eh? Hacía entrantes, pasteles, limpiaba el pescado, limpiaba la cocina; hacía de todo.” Sin embargo, con su traslado a Santiago de Compostela, el aprendizaje de Iván se acentuaría en Casa Marcelo.
Marcelo Tejedor (Vigo, 1967) es un cocinero que se formó con el vasco Juan Mari Arzak y el francés Jacques Maxim. Su restaurante, que no tenía una carta sino un menú degustación que apostaba por los productores y los productos gallegos, obtuvo una estrella Michelin en 2004, seis años después la perdió y en 2011 la recuperó. A esa cocina, sutil y elegante, desarrollada dentro de una casa de piedra, a unos pasos de la Plaza del Obradoiro, Iván llegó muy nervioso un día de la primavera de 2005. “Recuerdo que mis primeros 15 días los pasé en el cuarto frío, fileteando sardinas, con las manos arrugadas. Y al terminar tenía que limpiar todo, pero con bisturí, ¿eh?, y en un tiempo limitado. La verdad, para mí, fue como una segunda experiencia bajo la disciplina militar. Marcelo era un maravilloso cabrón en toda regla. Poco a poco me fui integrando al equipo. A los dos meses de haber entrado, el jefe de cocina tuvo que irse unos días porque se le había muerto un pariente. Marcelo me llamó a su oficina y me dijo que yo me tenía que hacer cargo. ¡Menuda responsabilidad, chaval!”
Durante los años que Domínguez estuvo en Casa Marcelo, pudo presenciar (y participar en) el surgimiento de varios platos vanguardistas, como el cafetocaldo (consomé en una cafetera), el tomate kinder (relleno de crema), la miniempanada cocinada en una lata de berberechos y el pan líquido en aerosol, que parecía magia a base de agua y harina (de trigo o de maíz): se vertía el pan con un aerosol (como el de la nata) en un molde, se metía en el microondas y, en menos de un minuto, surgía la miga. Las técnicas de cocción de los pescados, la exaltación de la merluza de celeiro cocinada de forma simple para brindar su sabor sin artificios o la evolución del guiso de la lamprea, también fueron emblemáticas para la cocina gallega y salieron de ahí. “Todo eso me formó al 200%. Además, llegó el momento en que la complicidad del equipo fue tal que desayunábamos juntos en el mercado, una hora antes de entrar a trabajar. Y comprábamos todo lo necesario para cocinar. Así, sin intermediarios”, subraya el chef treintañero.
El jefe de cocina volvió después de unos días, pero sólo para despedirse definitivamente. Entonces, Tejedor eligió a Iván como sucesor. “De repente me encontré en un barco que no estaba preparado para llevar. Las primeras semanas fueron muy duras. Marcelo se dio cuenta y me dijo: “¿lo estás pasando mal, verdad?” Yo, de forma impulsiva, le contesté: “lo estoy pasando mal, pero sé que lo voy a pasar muy bien.” Y cuando dice esto, Iván Domínguez se emociona, sus ojos se tornan cristalinos y la satisfacción se refleja en su rostro.
Lo pasó bien pero, para ello, tuvo que esforzarse demasiado y sacrificar varios aspectos de su vida personal. Todos los días iba de Ferrol, donde vivía, a Santiago de Compostela, donde trabajaba, y todos los días hacía el camino inverso. En 2007, cuando nació su primer hijo, Iván se planteó seriamente dejar Casa Marcelo. De hecho, volvió durante tres meses a Casa Pendás. Pero sintió que ahí no podía aplicar todas las novedades que había aprendido en Santiago de Compostela. Y volvió.
Todo iba bien hasta que un día de 2010, en medio una discusión, Domínguez se lesionó con un cuchillo cebollero. “En un arranque de furia le doy a la tabla con el cuchillo, el cuchillo salta con el golpe y cae y se me clavaba en el tendón tibial del pie derecho. Bueno, pues estuve cuatro meses de baja. Y al volver, ¿cuál fue mi sorpresa? ¡Que nos quitaban la estrella Michelin! Había que mirar hacia adelante y me impuse el reto de recuperarla. Y al año siguiente lo hicimos. Pero a partir de entonces, Marcelo empezó a darle vueltas a un nuevo concepto para el restaurante: convertirlo en una taberna japo-galaica. Y yo dije: eso no es lo mío. Marcelo me pidió que no me fuera, le ayudé durante cuatro meses a arrancar eso y me fui.”
Quince días después ya estaba trabajando en O Loxe Mareiro, un restaurante del Grupo Abastos. “Ahí descubrí que no hacían falta lujos para dar de comer bien. Que hay que cocinar con cariño y pasión. Que hay que estar al tanto de las inquietudes de la gente de a pie y de la labor de los pescadores y los pequeños productores. Durante tres meses trabajé los siete días de la semana: dos servicios diarios. Fue agotador, pero aprendí un montón. Luego me fui otros quince días de vacaciones y llegué a O Retiro da Costiña. Es uno de los grandes restaurantes que tiene Galicia, con una cocina marinera espectacular, pero creo que yo no estaba capacitado para meterme en una familia que tenía su particular modo de trabajar. Bueno, la verdad es que esa época, para mí, fue de búsqueda, quería encontrar mi sitio. Y un buen día me llamaron los de Alborada. Vi que es un proyecto sólido, que les interesaba que yo estuviera con ellos y me dieron la oportunidad de formar mi propio equipo. ¿Qué más podía pedir?”
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El cabracho es un pescado robusto y alargado de color rojo que también es conocido como diablo de mar. Deambula, sobre todo, por el océano Atlántico y una de sus especies más conocidas, el escorpora, es capaz de cambiar su color cuando lo desea. Quién sabe si la cresta del cabracho haya inspirado a Iván Domínguez Pereda cuando su rebeldía lo llevó a hacerse una en el pelo. Es muy probable que sí, porque afirma que es su pescado favorito. “Por esa cara de mala hostia que tiene, muy punki, y por lo sabroso que es”, dice con actitud traviesa. Y agrega: “de hecho, dentro de nada, me lo voy a tatuar en un brazo.”
Este cocinero de pelo corto y barba de candado luce, en su centro de trabajo y en los congresos y/o eventos a donde asiste como ilustre invitado, unas chaquetillas decoradas por su madre. “Un día le dije que le pusiera un parche a la que uso más, porque me encanta, y le dijo a mis hijos una tela para que hicieran unos dibujos, luego ella los cortó y los pegó y la chaquetilla quedó increíble. Ahora directamente las diseña y las pinta. Porque es una artista”, comenta con orgullo.
Pero cuando Iván se arremanga la chaquetilla o hace deporte (“corro por el monte con fascinación pura”) deja ver sus brazos llenos de tatuajes. “Llevo muchas cosas. En la espalda, el duende, que ya no me gusta mucho, la verdad. Tengo un tribal, muy grande, que para que quedara listo tuve que ir dos veces al tatuador. Llevo un dibujo de mi madre, que fue el primero que me hice. En el brazo derecho tengo un pequeño resumen de mi vida: un barco, que significa la Marina, un cocinero, un círculo imperfecto, un pulpo, una casa que significa para mí el esfuerzo, una animal que empieza por un lado y termina por el otro. También hay una mosca en honor de toda aquella gente se acerca buscando la mierda. Hay estrellas que significan la suerte; un lápiz, que es ese instrumento con el cual escribes la existencia. Hay una cabeza al revés con un círculo que está lleno de circulitos, que es una cabeza llena de ideas, que no deja de pensar. Después, tengo dibujos de mis hijos, como un ancla, peces, un faro, una rosa de los vientos. Y un barco de papel anclado con dos peces, que me hice hace unos días y que es el mismo que tiene mi actual pareja. Como todavía tengo espacio, seguramente me haré más tatuajes”, explica.
Lo que ahora mismo también ocupa un lugar central en su vida es el propósito de lograr meter a Galicia en un plato. En Alborada (A Coruña) y en Alabaster (Madrid), los dos restaurantes que están a su cargo como director gastronómico del grupo hostelero Alborada, aprovecha la costa marítima de la región y los productos del campo. “Hacemos una cocina muy personal, artesana. Todo lo que sale de ahí es hecho por tres cocineros, el producto es de cercanía y lo ecológico es fundamental para nosotros. Nos rodeamos de lo mejor que tenemos en cada estación, entendemos por qué los productores alimentan así a sus gallos o en qué momento está rico el lenguado. Queremos ayudarnos de la técnica pero no pensar sólo en ella para diseñar un plato. Lo fundamental es que esté rico.”
Quizá por esto que él comenta, cuando se habla de Iván Domínguez suele citarse un concepto: Cocina Atlántica. Se trata de un tipo de gastronomía hermanada con la nórdica por la sencillez en la preparación, la evolución de las presentaciones y las cocciones y la colaboración con los productores, así como por atraer a los comensales gracias a los sabores y a las materias primas y no tanto por las técnicas. En esto están enfocados también los cociñeiros del Grupo Nove, del que él forma parte, cuyos integrantes (como Javier Olleros, Manuel Costiña, Pepe Solla, Yayo Daporta o José T. Cannas) pretenden consolidar la vanguardia y la identidad de la cocina (marítima) gallega.
No obstante, lo que últimamente ha notado Iván Domínguez es que al estar al frente de los fogones se ha convertido en un jefe “un poco autoritario, aunque que también sé escuchar, ¿eh?”, reconoce en un claro ejercicio de autocrítica. “Me gusta la disciplina pero sé que los demás no tienen que ser como uno mismo. Me considero buen compañero. Creo que muchas veces soy impulsivo y me gustaría estar más calmado. Tengo altibajos de carácter, lo mismo estoy muy bien que muy mal, y eso puede descolocar mucho a los que trabajan con uno. Pero de lo que más me he dado cuenta es de que la gente tiene que tener vida además del trabajo y no vivir sólo cocinando. Porque eso he hecho yo durante muchos años.”
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