Olor de marca
Dicen ahora que el olor no ha sido utilizado lo bastante para la causa principal: vender


No es fácil cerrar la nariz: los que lo intentan suelen pasarla mal. Así que los olores están ahí, se cuelan, se imponen. Y en general olemos azaroso. En las calles de cualquier ciudad vemos formas y colores que alguien diseñó –en casas, ropas, carteles–, oímos sonidos que alguien produjo –en altavoces, coches, auriculares–, pero lo que olemos suele hacerse solo: movimientos autoconvocados.
Salvo, por supuesto, los perfumes. Hay perfumes para personas –que ya no se los ponen para disimular que están sucios sino para dar información sobre lo que son o querrían ser–; perfumes para ambientes –que sí ponemos cuando no nos gusta cómo huelen. Está claro qué olores deploramos: podredumbre, excrementos, comida vieja, tabaco usado, fluidos corporales. Los que nos gustan también: Madre Natura, Hogar Dulce Hogar. La naturaleza muy a menudo huele horrible, como sabe cualquiera que haya recorrido, por ejemplo, el Empordà en verano, y el hogar es el lugar cuyos tufos queremos disimular con aquellos perfumes, pero los olores que nos ofrecen las máquinas de olor –“ambientadores”– suelen jactarse de ser aromas naturales o trasuntos de un hogar feliz. Un estudio inglés levanta un censo: los olores más buscados son pan recién horneado, sábanas limpias, césped cortadito, flores frescas, café, tierra mojada, vainilla, chocolate –y, por fin, tan british, fish & chips.
Pero el olor, dicen ahora, no ha sido utilizado lo bastante para la causa principal: vender. Marketineros descubrieron que en nuestras vidas ya no caben muchos más signos visuales –cada color, cada forma representan demasiadas marcas para un público saturado– ni auditivas –en un mundo repleto de sonidos– y, además, uno puede no leer los carteles o encerrarse en sus auriculares, pero no puede no oler, así que recordaron al buen viejo Proust y su famosa magdalena: ningún sentido tiene tanto poder evocador como el olfato. Trabajos varios llegaron a unas cifras raras: que las personas recuerdan el 1% de lo que tocan, 2% de lo que oyen, 5% de lo que ven y 35% de lo que huelen, así que, para atraparlos, había que darles olor a toda costa.
El truco es viejo: cualquiera que haya pasado por una panadería en faena puede dar fe. O los que saben que los vendedores de coches usados los rocían con un spray de olor a coche nuevo. Pero el trabajo de los marketineros consiste en ponerle nombres nuevos a las cosas viejas, así que uno de ellos le ha puesto nombre al asunto. Es en inglés, faltaba más: olfactory branding se podría traducir como marca olfativa o, retomando la “imagen de marca”, olor de marca. El culpable del neologismo es un indio, Shuvam Chatterjee, de la Regent Education & Research Foundation, que acaba de publicar un paper donde lo llama “la última frontera del marketing”.
El futuro huele mal –o demasiado bien. Pronto las compañías que sigan sus consejos intentarán apropiarse de un olor y hacerlo marca: buscar su estandarte aromático e instalarlo en sus espacios para crear la relación. Entonces, como una manzana hace pensar en Mac o cierto rojo en Coca-Cola o en Lenin, alguien entrará en una fonda que fría calamares y se dirá “ah mi último viaje en Iberia”, un suponer, o sentirá vahos de incienso en un centro comercial y musitará “perdóname padre que he pecado”, u olerá caballo en una carga de policía montada y recordará con cariño aquellos calzoncillos de Ralph Lauren.
Hay problemas, por supuesto. Seguramente será difícil armar marcas de olor globales: lo que para ciertas culturas es agradable puede ser insufrible para otras. A menos que, junto con el marketing oloroso, empiece la definitiva globalización del gusto aromático: un momento que, alguna vez, se recordará como el fin de una era, otra diversidad que se acabó.
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