El ají negro hace la diferencia
No entendí la magnitud que entraña esta curiosa y extraña salsa hasta que no vi cómo la preparaban
La comunidad nativa de Pucaurquillo pertenece a la etnia Bora y vive asomada a la orilla del Ampiyacu, a unos kilómetros del punto de encuentro con el Amazonas. Es una comunidad sencilla que soñaría con tener turistas, pero los barcos que navegan el Amazonas no suelen desviarse hasta sus dominios. Cuando las visitas se concretan son una fuente de ingresos que muestran la antesala de la prosperidad. Están bien preparados. Cuando llegas, el poblado se vuelca para mostrarte su forma de vida. Cocinan, te llevan a los sembríos de yuca para mostrarte lo esencial de su dieta alimenticia, y festejan el encuentro con bailes rituales, vestidos con sus trajes tradicionales. Aprovechan las visitas para vender sus pequeñas artesanías y consiguen algún ingreso esporádico, pero son tan infrecuentes que provocan más anécdotas que cambios reales.
En la comunidad bora de Pucaurquillo se cultiva una variedad de yuca que resulta ser venenosa. Ni se te ocurra comerla según sale del suelo. Y sin embargo la trabajan desde que tienen memoria y con tal dedicación que es la base de su sazón. Con ella y tras un largo proceso en el que se procesa la pulpa, fermentándola, consiguen una salsa realmente estremecedora. Oscura, densa, ligeramente picosa, ácida, profunda, subyugante y turbadora. Si cierras los ojos y te abstraes del espacio en el que te encuentras es capaz de trasladarte mucho más lejos y llevar los sabores de tu cocina a un umbral absolutamente diferente. Lo añaden a algunos guisos tradicionales o lo sirven junto a otros para que cada quien la aplique a discreción. También condimentan con ella las tortas de casabe, esas formas planas, húmedas y elásticas de pan de yuca que constituyen el centro de su dieta diaria.
No son los únicos. Este mismo condimento se prepara con algunas variantes en otros puntos de la Amazonia peruana, brasileña, venezolana o colombiana. Es de suponer que la historia se repita en Bolivia y Ecuador, aunque me faltan registros documentales para poder afirmarlo con absoluta certeza.
Conocía el ají negro mucho antes de llegar a los dominios de los Bora porque Pedro Miguel Schiaffino la utiliza desde hace un par de años en sus dos restaurantes limeños, Amaz y Malabar, pero no entendí la magnitud que entraña esta curiosa y extraña salsa hasta que no vi cómo la preparaban y, sobre todo, hasta que no fui capaz de contemplarla en la distancia.
A simple vista caes fascinado por la diferencia. No se parece a nada que hayas tomado antes. Es una salsa tan inquietante y seductora que pagaría por encontrarla en manos de los profesionales más avanzados de nuestro tiempo y ver qué son capaces de hacer con ella. Vista así, es una buena oportunidad para las cocinas que buscan señas que prefieren distinguirse, pero intuyo algo más tras este producto que me acaban de mostrar. Producido de forma organizada y envasado sería un buen instrumento para la alta cocina y, en consecuencia, una fuente de prosperidad para la comunidad nativa de Pucaurquillo. También, el modelo sobre el que construir un patrón diferente para el desarrollo de la región amazónica.
Durante décadas, los modelos de desarrollo impulsados desde el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han propiciado efectos contrarios a los pretendidos: la deforestación del bosque amazónico en favor de macro cultivos —soya, palma aceitera, piña…—, el abandono de las formas tradicionales de vida y la consiguiente pérdida de las señas de identidad, sin que se haya concretado, a cambio, ninguna mejora en las condiciones de vida de las comunidades afectadas.
La región amazónica es el cofre que encierra un tesoro descomunal y fascinante, aunque cada vez más disminuido y amenazado. En ese contexto, el ají negro de los Bora de Pucaurquillo se presenta como una oportunidad para definir un lenguaje nuevo que permita conciliar la mejora de las condiciones de vida de las comunidades nativas con el respeto por las formas de vida tradicionales, la reforestación y la sostenibilidad en las producciones.
Solo es un sueño, pero bastaría una pequeña planta de producción para crear un espejo en el que podrían mirarse muchas otras comunidades amazónicas.
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