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MIRADOR
Columna
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Sobreactuar

La demostración la hemos tenido en la constitución del Parlamento esta semana, que ha sido todo menos un acto político

Julio Llamazares

Hasta hace poco la sobreactuación, tan propia de los españoles (y de los italianos, y de los argentinos), se circunscribía principalmente al mundo de la cultura y, dentro de él, al cine y al teatro en especial. ¿Quién no recuerda aquellas películas en las que López Vázquez, Sazatornil, Alfredo Landa o Agustín González exageraban los gestos hasta la exasperación y quién no ha sentido vergüenza ajena —esto ya en tiempos actuales— al contemplar la artificiosidad de los besos y los abrazos, no digo ya de las emociones, de los actores y las actrices en la gala de los Premios Goya? Algo que no es privativo de ellos, pues el resto de la industria (directores,atrezzistas, coreógrafos) y los profesionales de otras actividades artísticas con menos glamour social, trátese de los pintores, los escritores o los arquitectos (los cocineros los dejo al margen, pues, más que artistas, son ya filósofos), adolecen también del pecado de la sobreactuación.

Pero, desde que el espectáculo se ha desviado hacia la política y con él el foco del interés de los españoles, atraídos de pronto por un ejercicio de aquélla más propio de la televisión que de un Parlamento serio, algo que no es de extrañar, pues algunos se han dado a conocer en ese medio, los políticos han comenzado a sobreactuar también llevados de la creencia de que los gestos son tan importantes, o más, que la ideología. La demostración la hemos tenido en la constitución del Parlamento esta semana, que ha sido todo menos un acto político, con un bebé denunciando sin él saberlo desde los brazos de una diputada la dificultad de la conciliación laboral de las mujeres, parlamentarios llegando en bicicleta para demostrar su naturalidad (¿cuántas veces más volverán a hacerlo?) y candidatos saludando puño en alto a su bancada para que sus electores sepan que sigue siendo el que era cuando, en lugar de ocupar democráticamente su escaño en el Parlamento, aspiraba a asaltarlo por la fuerza. Por supuesto que los políticos de Podemos están en su derecho a sobreactuar (no son los únicos, ni los primeros; ya lo hizo Rajoy negando a Bárcenas como a Jesucristo por una televisión de plasma rodeado de todos sus apóstoles y lo ha hecho Artur Mas numerosas veces, la última haciéndose acompañar ante la justicia por cuatrocientos alcaldes con sus bastones de mando en alto en una Fuenteovejuna en versión catalana y nacionalista), pero uno sospecha de tanta exageración gestual, quizá porque como escritor prefiere las palabras a la interpretación. Para sobreactuar ya están los actores, que este mes se van a cansar de hacerlo.

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