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Relato
Columna
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Huida de Nueva York

Michael Jackson, Elizabeth Taylor y Marlon Brando alquilaron un coche y escaparon juntos de Manhattan tras el 11-S. Esta leyenda urbana inspiró a la escritora británica Zadie Smith un trepidante relato sobre la amistad

Zadie Smith
Sr. García

Llevaba mucho tiempo sin hacerse responsable de otro ser humano. Nunca se había ocupado de su transporte ni del de otra persona, pero los tres estaban en la ciudad por su culpa y por eso le tocaba a él. Y, quizá, descubrir por primera vez en la vida que no era un inútil, que su padre se equivocaba y él era, de hecho, una persona competente, le provocaba cierta excitación. Primero llamó a Elizabeth.

–Estoy aterrorizada –se lamentó ella.

–Espera –dijo Michael, que acababa de oír un pitido en el teléfono–, voy a añadir a Marlon a la llamada.

–¡El mundo se ha vuelto loco! –exclamó Elizabeth–. ¡No me puedo creer lo que estoy viendo!

–Hola, Marlon –saludó Michael.

–¿Cómo estamos? –preguntó Marlon.

–¿Que cómo estamos? –protestó Elizabeth–. Muertos de miedo, así estamos.

–No nos ha pasado nada –refunfuñó Marlon. Su voz llegaba desde muy lejos–. Nos las arreglaremos.

Michael oía de fondo el televisor de Marlon. Tenían puesto el mismo canal, pero Michael era el único que veía las imágenes repetidas de forma simultánea en las noticias y por la ventana: una extraña sensación de duplicidad, como cuando estás en un escenario y te ves en las pantallas gigantes. Elizabeth y Marlon se alojaban en el Upper East Side y, normalmente, Michael también se hubiera alojado en la parte alta: hasta cinco días antes, casi ni había puesto un pie más abajo de la calle Cuarenta y Dos. Todo el mundo –sus hermanos y hermanas y todos sus amigos de la Costa Oeste– le había advertido de que no fuese al centro. El centro es peligroso; siempre lo ha sido. Quédate en los sitios que conoces, alójate en el Carlyle. Pero por algún motivo, el helipuerto más cercano al Garden estaba fuera de servicio y se había decidido que se alojase en el centro por una cuestión de proximidad y para evitar el tráfico. Michael miró hacia el sur y vio el cielo oscurecido por la ceniza. Parecía estar avanzando hacia él. El centro era mucho, muchísimo peor de lo que se imaginaban en Los Ángeles.

–Hay cosas que no tienen arreglo – dijo Elizabeth–. Estoy aterrorizada.

–No está permitido volar –informó Michael, que intentaba sentirse competente poniéndolos al día–. Nadie puede fletar un vuelo, ni siquiera los vips.

–¡Y una mierda! –soltó Marlon–. ¿Crees que Weinstein no está ahora mismo subido a un avión? ¿Y Eisner, qué?

–Marlon, por si se te olvida –intervino Elizabeth–, yo también soy judía. ¿Acaso estoy yo en un avión? ¿Estoy en un avión?

Marlon refunfuñó.

–Ay, joder… No me refería a eso.

–¿Pues a qué narices te referías?

Michael se mordió el labio. A decir verdad, esos dos amigos tan queridos eran más amigos suyos que entre sí, y a menudo se daban esas situaciones incómodas en las que debía recordarles que los unía un lazo de amor, aunque para Michael fuese más que evidente: un vínculo tejido con sufrimiento compartido, una clase única de dolor que pocas personas en el mundo conocen o tendrán la oportunidad de experimentar. Pero ellos tres –Michael, Liz y Marlon– lo habían vivido en grado superlativo. Tal como Marlon decía de vez en cuando: “Había otro tipo que también sabía qué se siente, pero ¡lo clavaron a un par de tablones!”. A veces, si Elizabeth no estaba, añadía: “Los judíos”. Pero Michael intentaba no reparar demasiado en esos aspectos de Marlon y prefería pensar en el lazo de amor, pues, al fin y al cabo, era lo único que importaba.

–Creo que lo que Marlon quería decir… –empezó a explicar Michael, pero Marlon lo interrumpió.

–¡Hay que centrarse! ¡Vayamos al grano!

–No podemos volar –recapituló Michael en voz baja–. No sé por qué, la verdad, pero es lo que están diciendo.

–Yo estoy haciendo las maletas –los informó Elizabeth, y se oyó el ruido de algo valioso que acababa de hacerse añicos contra el suelo–. No sé ni qué estoy metiendo en ellas, pero las estoy haciendo.

Nunca había tenido que convencer a nadie de nada, y mucho menos de su propio talento

–Enfoquemos esto de forma racional –propuso Marlon–: hay muchas empresas de alquiler de coches. Ahora no se me ocurre ninguna, pero salen en la tele. Tienen toda clase de nombres. ¿Hertz? Esa es una. Habrá más, seguro.

–Estoy totalmente aterrorizada –insistió Elizabeth.

–¡Eso ya lo has dicho! –gritó Marlon–. ¡Contrólate!

–Voy a intentar llamar a una empresa de coches de alquiler –dijo Michael–. Aquí abajo las líneas telefónicas están un poco fastidiadas.

Quiso escribir Hertz en una libreta, pero no supo cómo.

–Solo lo básico –advirtió Marlon, refiriéndose al equipaje de Liz–. No vamos en el puto Queen Elizabeth 2. No vamos a Saint-Moritz a tomar cócteles con el bueno de Dick. Lo básico.

–Será un coche grande –murmuró Michael.

Odiaba las discusiones.

–Tendrá que serlo por narices –soltó Elizabeth.

Michael sabía que era un comentario sarcástico y que se refería al peso de Marlon. Este también lo sabía. Se hizo el silencio. Michael se mordió el labio un poco más. En el espejo de la habitación vio que lo tenía muy rojo, pero enseguida se acordó de que se los había tatuado de ese color.

–Elizabeth, escucha –exigió Marlon.

Tenía aquella forma de mascullar, rabiosa pero controlada, a la que Michael respondió con un ligero arrobamiento del todo inoportuno. No podía evitarlo: era tan típico de Marlon…

–Ponte el puto Krupp en el meñique y vámonos de aquí, joder.

Marlon colgó.

Elizabeth se echó a llorar. Se oyó un pitido.

–Creo que debería contestar –dijo Michael.

A las 12:00, Michael se puso el disfraz de siempre y recogió el coche en un aparcamiento subterráneo cercano a Herald Square. A las 12:27 estacionó delante del Carlyle.

–Joder, qué rápido –comentó Marlon.

Estaba sentado en la acera, en una de esas sillas plegables que a veces lleva la gente cuando acampa fuera de tu hotel y espera toda la noche, por si te asomas al balcón y los saludas. Iba vestido con un sombrero raro de pescador, pantalón de chándal y una camisa hawaiana enorme.

–He cogido la autovía del río, ¡es rapidísima! –explicó Michael.

No quería hacerse el listo por la situación en la que estaban, pero tampoco podía evitar sentir cierto orgullo.

Marlon abrió una caja de cartón que tenía en el regazo y sacó una hamburguesa con queso, sin quitarle ojo al vehículo.

–Me han dicho que conduces como un loco.

–Voy rápido, Marlon, es verdad, pero no pierdo el control en ningún momento. Puedes confiar en mí: te prometo que os voy a sacar de aquí.

Lo entristeció ver a Marlon de aquella manera, comiendo una hamburguesa en la acera. Estaba gordísimo y la sillita soportaba mucha tensión. Toda la situación en sí transmitía una sensación de gran precariedad. Justo en ese momento cayó en la cuenta de que Marlon no llevaba zapatos.

–¿Has visto a Liz? –le preguntó.

–Pero ¿qué es ese pedazo de chatarra? –preguntó Marlon a su vez.

A Michael se le había olvidado. Estiró un brazo para sacar el manual de la guantera.

–Es un Toyota Camry. No tenían otra cosa.

Estuvo a punto de añadir “… con un asiento trasero tan espacioso”, pero se lo pensó mejor y no dijo nada.

–Los japoneses son gente sabia –afirmó Marlon.

Detrás de él se abrieron las puertas del Carlyle y salió un botones tirando de un carro con una torre de maletas Louis Vuitton. A un lado apareció Elizabeth, que llevaba un montón de diamantes: varios collares, pulseras y brazaletes, y una estola de visón con tantos broches que más bien parecía un alfiletero.

–No me lo puedo creer –dijo Marlon.

Sr. García

¿Un experto en lógica? ¿Un negociador? Por lo general, Michael no se consideraba nada de eso, pero ahora, de nuevo en la carretera y conduciendo a todo trapo hacia Bethlehem, se permitió reflexionar que las personas siempre lo habían juzgado en exceso e infravalorado erróneamente, y que, al fin y al cabo, tal vez no se conociese a fondo a alguien hasta que un gran acontecimiento lo ponía a prueba, como por ejemplo el apocalipsis. Claro que la gente olvidaba que lo habían educado como Testigo: de un modo u otro, llevaba mucho, mucho tiempo esperando aquel día. Aun con todo, si 24 horas antes alguien le hubiese dicho que sería capaz de convencer a Elizabeth –la mujer que una vez compró un billete de avión para un vestido, porque lo necesitaba en Estambul– para que huyese de Nueva York en un coche japonés viejo que olía mal, después de haber abandonado cinco maletas Louis Vuitton en una ciudad que estaba siendo atacada, bueno, no habría dado crédito. ¿Quién iba a pensar que tuviese tal poder de persuasión? Nunca había tenido que convencer a nadie de nada, y mucho menos de su propio talento, que como todo el mundo sabía era un misterioso don, obsequio de su infancia, que no había pedido y que le había sido imposible devolver. Pero aún más difícil resultaba conseguir que Marlon acatase el plan de no parar a comer de nuevo hasta llegar a Pensilvania.

Se echó hacia delante para mirar si había más combatientes enemigos en el cielo: no había ninguno. ¡Estaba huyendo con sus amigos! ¡Se había hecho con el control de la situación y estaba tomando las decisiones correctas para todos! Miró a Liz, sentada en el asiento del copiloto: por fin se había tranquilizado, pero un par de lagrimones negros de lápiz de ojos seguían surcando su hermoso rostro. Demasiado lápiz de ojos. Todo lo que Michael sabía sobre lápiz de ojos lo había aprendido de ella, pero justo entonces se dio cuenta de que él tenía algo que enseñarle al respecto: cómo volverlo permanente. Tatuarlo alrededor de los lagrimales para que nunca se corra.

–¿Me estoy volviendo majara o acabas de decir Belén? –preguntó Marlon.

Michael ajustó el retrovisor hasta ver a su amigo, estirado en el asiento de atrás, leyendo un libro mientras abría el paquete de emergencia de bollería que, si no recordaba mal, habían acordado entre todos guardar hasta que llegasen a Allentown.

–Bethlehem es una ciudad de Pensilvania –aclaró Michael–. Allí pararemos, comeremos algo y después seguiremos.

–¿Estás leyendo? –se extrañó Elizabeth–. ¿Cómo puedes estar leyendo en un momento como este?

–¿Y qué quieres que haga? –inquirió Marlon con cierto aire cascarrabias–. ¿Representar a Shakespeare en el parque?

–Es que no entiendo cómo puede alguien leer mientras su país está siendo atacado. Podríamos morir de un momento a otro.

–Cielo, si hubieses leído a Sartre, sabrías que eso se puede decir de cualquier instante y situación.

Elizabeth frunció el ceño, enfadada. Aún nerviosa, dejó de menear los dedos y juntó las manos en el regazo.

–Sigo sin entender cómo se puede leer en un momento como este.

–Pues mira, Liz –canturreó Marlon de modo exagerado–, deja que te ilumine: supongo que leo porque soy lo que se podría llamar un lector. Porque me interesa la vida interior, lo admito. Ni siquiera tengo sala de proyección: yo tengo biblioteca. ¿Qué te parece? ¡La monda! Es que resulta que mi máxima aspiración vital no es plantar este par de manitas regordetas en un montón de mierda húmeda delante del Grauman.

–Madre mía, ya empieza.

–A lo que yo aspiro es a entender el comportamiento y los deseos de las personas.

–Pero ¡esa gente trata de matarnos! –chilló Liz.

Michael supo que debía intervenir sin dilación.

–A nosotros, no –aventuró–. Supongo que a nosotros en concreto, no.

Sin embargo, de pronto se le ocurrió algo.

–Elizabeth, ¿no creerás que…?

No había pensado en ello hasta ese momento –estaba demasiado ocupado con la logística–, pero ahora ya no le quedaba más remedio. Se dio cuenta de que los otros dos estaban dándole vueltas a lo mismo.

–¿Cómo voy a saberlo yo? –protestó Liz mientras hacía girar su anillo más grande alrededor de su dedo más pequeño–. ¡Podría ser! Primero los distritos financieros, después la gente del Gobierno y luego…

–Los vips –susurró Michael.

–No me sorprendería –dijo Marlon, que se había puesto solemne–. Somos justo la clase de cabrones que quedarían de maravilla como trofeo en la pared de uno de esos hijos de puta chiflados.

Por fin parecía asustado. Y oír a Marlon así le hizo sentir más miedo que en todo el día. Uno no quiere ver a su padre espantado ni a su madre llorar y, si Michael pensaba en aquellos a quienes consideraba sus familiares por elección propia, eso era justo lo que estaba ocurriendo en ese instante, en aquella porquería de coche japonés que no olía a cuero nuevo ni a nada nuevo. Se arrepintió de no haber insistido más a Liza para que fuese con ellos. Aunque, por otro lado, eso tal vez hubiera sido peor. ¡Era casi como si su familia de elección fuera tan sofocante para su salud emocional como la verdadera! Aun así, en un día como aquel –o en cualquier otro, a decir verdad– no podía permitirse ese tipo de pensamientos.

–Todos estamos muy tensos –dijo Michael.

Le temblaba un poco la voz, pero no le preocupaba echarse a llorar. Eso ya no le ocurría con tanta facilidad, no desde que se había tatuado alrededor de los lagrimales.

–Es una situación muy estresante –añadió. Intentó verse como el padre responsable y cariñoso que llevaba a sus hijos de excursión en el coche–. Tenemos que querernos.

–Gracias, Michael –dijo Elizabeth.

Durante los tres kilómetros siguientes, hubo paz. Pero después Marlon la tomó de nuevo con el anillo.

–Los Krupp fabrican armas que se cargan a millones de los tuyos, ¿y tú vas y les compras bisutería? ¿Cómo se explica eso?

Elizabeth se volvió en el asiento de delante hasta que pudo mirar a Marlon a los ojos.

–Lo que tú no entiendes es que cuando Richard me puso este anillo en el dedo, dejó de significar muerte y empezó a significar amor.

–Ah, vaya, tienes el poder de convertir la muerte en amor. Así de fácil.

Elizabeth sonrió a Michael discretamente. Le apretó la mano y él le devolvió el gesto.

–Así de fácil –susurró ella.

Marlon soltó un resoplido.

–Pues que tengas mucha suerte. Pero en el mundo real las cosas son lo que son y ya puedes pensar lo que quieras, que eso no cambia nada.

Elizabeth sacó un espejo compacto de algún pliegue oculto de su estola y se retocó los labios con un carmín muy rojo.

–¿Sabes qué? –empezó a decir–, Andy dijo una vez que reencarnarse en mi anillo sería muy glamuroso. Tal como lo oyes.

–Sí, típico de él –repuso Marlon.

El comentario estropeó el momento y, además de sonar despectivo, a Michael le pareció bastante injusto, porque daba igual lo que uno pensase de Andy como persona, pues si alguien había comprendido su sufrimiento mutuo, si alguien había predicho cual profeta la duración exacta, la fuerza, los ángulos de conexión y la capacidad estranguladora que a veces tenía el lazo de amor que los unía a los tres, ese era Andy.

–“No es regalo esta ofrenda –leyó Marlon en voz muy alta–, préstamo es su nombre; pero no rechaces la prenda; no se le puede pedir más a un hombre”.

–¡No es momento de leer poesía! – gritó Elizabeth.

–¡Este es exactamente el momento de leer poesía! –chilló Marlon.

En ese instante, Michael recordó que había algunos CD en la guantera. Si él creía en algo, era en el poder sanador de la música, así que estiró el brazo para abrirla y le pasó las cajas a Elizabeth.

Sr. García

–Si os digo la verdad, creo que no deberíamos parar en Ohio –comentó ella mientras examinaba los CD y al final metía uno por la rendija–. Podemos hacer turnos al volante. Conducir toda la noche.

–Yo no puedo conducir cansado –protestó Marlon, y se incorporó un poco–. Ni con hambre. Quizá debería hacer mi turno ahora.

–Yo haré el de la noche –propuso Michael, más animado, y empezó a buscar un sitio donde parar.

Aún no se creía lo bien que estaba llevando el apocalipsis. Sentía pavor, de eso no había duda, pero también una euforia extraña y, como detalle crucial, no estaba hasta las cejas de medicación, pues su ayudante tenía todas sus cosas y él no le había dicho que iba a huir de Nueva York hasta que ya estaban en la carretera por miedo a que intentase impedírselo, porque ella siempre procuraba negarle las cosas que más le apetecían. Pero ahora ya estaba fuera de su alcance y le costaba acordarse de otro momento de su vida en el que se hubiera sentido así de libre.

¿Era horrible pensar eso? Tuvo que confesarse a sí mismo que se sentía como colocado, e intentó identificar la fuente de esa sensación: ¿la adrenalina de la supervivencia, mezclada con la lástima, mezclada con el horror? Se preguntó si esa era la sensación que tenía la gente en las zonas en guerra y otros lugares parecidos. Y si no –otra idea extravagante–, ¿era así como se sentían en general los ciudadanos de a pie cada día de su vida, metidos en un penoso Toyota Camry que olía a rayos, en un atasco de camino al trabajo o acampados debajo de la ventana de su habitación de hotel o al desmayarse al verlo bailar en la pantalla gigante? Esa sensación de no poder huir de tus circunstancias: de no tener más remedio que aceptarlas. De estar atrapado en tu propia huida.

–Marlon, ¿sabes que cuando Liz y yo nos quedamos a dormir el uno en casa del otro…? –empezó Michael demasiado deprisa. Se dio cuenta de que estaba farfullando, pero no podía parar–. Pues que yo no duermo nada. No pego ojo. A menos que me dejes literalmente tieso con algo, me paso la noche literalmente en vela. Así que podría conducir hasta Brentwood. Si hace falta, claro.

–“Don’t stop till you get enough” – murmuró Marlon en falsete, y se recostó de nuevo.

–“I dreamed a dream in time gone byyyyyy–cantaba Liz al unísono con Fantine–. When hope was high and life worth liviiiiiing. I dreamed that love would never diiiiie. I prayed that God would be for-giviiiiing”.

Era la sexta o séptima vez que ponía la canción. Estaban llegando a Harrisburgh, con un retraso considerable, después de dos paradas en dos Burger King, una en McDonald’s y tres visitas más a KFC.

–Si la vuelves a poner –amenazó Marlon mientras se comía un cubo de alitas de pollo–, yo mismo te retuerzo el pescuezo.

El sol se ponía ya al otro lado de las lamas de PVC de color naranja oscuro que había junto a su mesa, y Michael se convenció de que su nuevo papel como persona que tomaba las decisiones debía incluir también una faceta de guía espiritual. A tal efecto, le pasó el sirope de arce a Marlon y dijo con su habitual voz aguda, que había adquirido un matiz resuelto:

–No sé si os habréis dado cuenta de que ya llevamos seis horas de viaje y, bueno, todavía no hemos hablado de lo que ha ocurrido en Nueva York.

Estaban en un International House of Pancakes, justo al otro lado de los Apalaches, los tres con las gafas de sol de espejo puestas y comiendo tortitas. Michael había decidido –dos locales de comida rápida y 130 kilómetros antes– abandonar el disfraz de siempre en el maletero del coche. Era evidente que no le hacía ninguna falta; ese día, no. Y en ese momento, con un sentimiento de liberación abrumador, también se quitó las gafas. Pues, lo mismo que había ocurrido en KFC, en Burger King y debajo de los arcos dorados, ocurría ahora en aquel IHOP: no había un alma en el lugar que no estuviese pendiente del televisor. Incluso la camarera que les había llevado la comida estaba mirando la tele mientras les servía y había derramado un poco de café en el guante de Michael sin pedir disculpas ni limpiarlo ni darse cuenta de que Marlon no llevaba zapatos –ni de que era Marlon– y ni mucho menos de que junto al salero había un diamante tan grande como el Ritz.

–Tengo la sensación de que hace nada estábamos en el Garden y todo era como un sueño –dijo Elizabeth, hablando sin prisa–. Éramos felices, estábamos de celebración en honor de este maravilloso chico… –Le apretó la mano a Michael–. Celebrando 30 años de tu fabuloso talento, querido, y era un momento precioso. Y de pronto… –Rodeó la taza de café con ambas manos y se la llevó a los labios–. Y de pronto, bueno, “el sol se va y entran fieras en tus sueños”, y ahora esto parece el fin de los días. Sé que es una tontería, pero yo lo siento así. La parte más infantil de mí quiere rebobinar las últimas 24 horas.

–Mejor 24 años –soltó Marlon, pero con su clásica sonrisa sarcástica que no dejaba más alternativa que perdonarlo–. Espera, borra eso –añadió en tono afectado–: mejor 40.

Elizabeth frunció los labios y puso una cara adorable y cómica. Parecía Amy de Mujercitas, calculando algo con astucia.

–Ahora que lo dices –admitió ella–, lo de los 40 años también me parece bien.

–Pues a mí no –afirmó Michael.

Hablaba soltando mucho aire por la boca y con mucha prisa para atreverse a decir lo que quería decir, fuera o no fuese apropiado, tanto si era un comentario normal para aquel momento tan anormal como si no lo era. Tal vez esa fuera su única ventaja en ese instante respecto a las demás personas presentes en el IHOP y en el resto de Estados Unidos: que a él no le había ocurrido nada normal; nunca, jamás, ni una sola vez en toda su vida, al menos desde que tenía uso de razón. Así que una parte de él siempre estaba preparada para enfrentarse a los monstruos; pero, además de conocerlos a ellos, también conocía la fuerza que necesitaba para vencerlos: el amor. Tendió los brazos sobre la mesa y cogió a sus dos queridos amigos de la mano.

–No quiero estar viviendo ningún otro momento que no sea este –les confesó–. Quiero estar aquí, con vosotros dos. Quiero estar con vosotros y con esta gente. Con todos los habitantes de la Tierra. En este preciso instante.

Todos guardaron silencio un segundo y, al cabo de un momento, Marlon enarcó las cejas, tan espléndidas como siempre, suspiró y dijo:

–Lamento darte una mala noticia, compañero, pero en cualquier caso no te queda más remedio.

No tiene pinta de que un rayo de luz esté a punto de elevarnos al cielo. Sea esto lo que sea –hizo un gesto que abarcaba el aire que los rodeaba, las moléculas dentro del aire, el tiempo–, estamos aquí y nos tenemos que aguantar, igual que el resto.

–Sí –respondió Michael.

Estaba sonriendo. Y fue la presencia de una sonrisa –un hecho sin precedente en aquel IHOP ese día– lo que, más que cualquier otra cosa, por fin llamó la atención de la camarera.

–Sí –repitió–, ya lo sé.

elpaissemanal@elpais.es

Traducción: Maia Figueroa

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