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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

A veces los días mundiales sirven para algo

El esfuerzo que se haga para tratar a todos los infectados de VIH es el que más rentabilidad personal, social y económica ofrece; ese es el camino para controlar la epidemia

Hay que reconocerlo: los “días de” (del bigote, de la patata, del padre o la madre) son complicados informativamente. La obligación de contar algo nuevo año tras año fuerza a veces a buscar ángulos informativos insólitos. Eso no pasa con el Día Mundial de la Lucha contra el Sida que se conmemoró ayer. A falta de esa noticia revolucionaria que todos esperamos —esa vacuna que ni está ni se espera a corto plazo; un tratamiento que evite que haya que medicarse cada día—, la infección siempre trae novedades y motivos de reflexión.

Mundialmente, el VIH lleva años de retroceso. Onusida calcula que en 2014 hubo dos millones de contagios. Son muchos, sí, pero en 2008 hubo 3,4 millones. Una causa clara de este descenso es, precisamente, el aumento del número de personas que reciben medicación. Son solo 16 de los 37 millones de infectados, menos de la mitad del total, pero se ha demostrado que quienes controlan el virus no lo transmiten. Está claro que el esfuerzo que se haga para tratar a todos los infectados es el que más rentabilidad personal, social y económica ofrece. Ese es el camino para controlar la epidemia.

Pero esas cifras tienen un borrón precisamente en los países ricos, aquellos en los que no hay obstáculos para recibir los antivirales. En ellos el número de nuevos infectados lleva casi una década estable. En España, por ejemplo, se mantiene algo por encima de los 3.000 al año.

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Ello obliga a replantear las políticas de prevención. Ya se ha demostrado que no basta con insistir en la necesidad de mantener relaciones con protección. Hay personas que, por el motivo que sea, renuncian al preservativo. La percepción de que el sida, la enfermedad causada por el VIH, ya no es mortal sino crónica —una percepción muy bien fundamentada— es una de ellas.

La ciencia ha encontrado una polémica opción para esas personas: que quienes prevean que van a mantener relaciones sin usar condón reciban un tratamiento antiviral preventivo. Esta estrategia, la llamada profilaxis preexposición (PrEP), ha demostrado una eficacia como herramienta para prevenir la infección por el VIH equiparable a la del preservativo. Pero solo protege contra ese virus. Su uso no impide adquirir otras enfermedades: sífilis, gonorrea, papiloma y hepatitis, por ejemplo, no encuentran una goma que los frene. Los primeros estudios entre quienes usan PrEP confirman que su incidencia aumenta.

Pese a este y otros riesgos, sin embargo, la comunidad médica se muestra partidaria de emplear este abordaje, que, de momento, no está aprobado en Europa. Se trata de proteger de lo que se pueda, y tratar el resto. Un planteamiento que se parece al de las políticas de reducción de daños ante las drogas (si no se pueden dejar, que causen el menor perjuicio). La idea ya está en los circuitos científicos y en la mesa de las Administraciones.

El VIH, con sus implicaciones sociales, económicas, científicas y éticas, vuelve a traernos algo en qué pensar.

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