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MIRADOR
Columna
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Pillajes

Defraudar a Hacienda en España es una práctica demasiado común entre las grandes fortunas, los contables de partido y una cierta categoría de ciudadano autosuficiente

David Trueba

Entre otras convenciones que se han venido abajo en los últimos años, la que aspiraba a la desaparición de los controles estatales sobre el mercado libre es la más llamativa. La asombrosa capacidad de los flujos de capital sin regulación para crear desigualdad y peligro de desestabilización, obligó a los más preclaros líderes del mundo libre a declarar que había que refundar el capitalismo. Como todo lo rimbombante, la palabrería suele quedar en nada, pero a estas alturas no existe una sola teoría económica, por liberal que sea, que argumente en favor de la desaparición del Estado regulador. Es ahí donde radica el mecanismo esencial de protección de las democracias y del Estado de bienestar. Sin embargo, y más entre los españoles, país en el que el Estado ha desempeñado demasiadas veces el papel de enemigo, de amenaza y de patio de caciques, sigue existiendo una sospecha hacia los inspectores, reguladores y mecanismos de control. Aún hoy, defraudar a Hacienda es una práctica demasiado común entre las grandes fortunas, los contables de partido y una cierta categoría de ciudadano autosuficiente.

En una economía como la nuestra, donde las inyecciones de dinero público activan un mercado alicaído y sin habitantes suficiente para la supervivencia tranquila, la figura de los inspectores y auditores del Estado resulta fundamental. La reducción de los mecanismos de investigación, de lucha contra el fraude y de rigor en la libre competencia han sido una mala receta. Lo vemos en casos sonados, donde un buen cuerpo de abogados ladinos terminan por lograr la inhabilitación, la prescripción, el archivo o el derribo del duro trabajo investigador. Está pasando en todos los sectores, desde la fabricación de coches y sus controles de calidad hasta en algunas salas de cine donde, en caso de fracaso, los productores desesperados recurrían a comprar entradas para alcanzar los mínimos de espectadores que exigía la ayuda estatal.

En la trama de los cursos de formación para parados se fabricaban listas de alumnos inexistentes para quedarse las subvenciones. En el cine, los inspectores actuaron con celeridad y el ministerio hace ya años que viene denegando las ayudas a las producciones que no pasan la obligatoria auditoría de producción y exhibición. La simulación de despidos, el fraude en las bajas, las ayudas a promoción del empleo, la incentivación del I+D, los subsidios a la agricultura y ganadería, la promoción de las energías limpias, la creación de infraestructuras, en todo sector donde el Estado juega un papel fundamental de incentivación se requiere un ejército de inspectores, auditores y represores si se aspira a hacer el trabajo completo.

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