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Tribuna
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Qué puede hacer Cameron por Europa

Ante la compleja renegociación con la UE, Reino Unido debe demostrar que le preocupa verdaderamente la crisis por la que atraviesa el continente en todos los ámbitos: economía, competitividad, soberanía e inmigración

Timothy Garton Ash
RAQUEL MARÍN

No preguntes qué puede hacer Gran Bretaña por Europa, pregunta qué puede hacer Europa por Gran Bretaña!”, dice David Cameron, en una sensiblera distorsión de la famosa frase de John F. Kennedy. Y lo dice en un momento en el que la UE se enfrenta a uno de los mayores retos de su historia y siente la carga abrumadora de los desesperados inmigrantes llegados de Oriente Próximo y África. La semana pasada, Cameron envió al presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, una carta con unas exigencias bastante moderadas, algunas, incluso, positivas para la UE. Lo malo es el contexto, la sensación de que el Reino Unido no piensa más que en sus propios intereses y toda su política la dictan los euroescépticos, mientras que el resto de Europa afronta esta crisis existencial. Si Cameron quiere que le apoyen sus socios europeos, debe mostrar que le importa el destino de Europa, no sólo el de su país, pero eso es precisamente lo que no se atreve a hacer por las presiones de sus bases y la prensa euroescéptica.

Empecemos con la carta y sus cuatro puntos principales. Dos de ellos, sobre gobierno económico y competitividad, son muy sensatos, y el tercero, sobre soberanía, tiene algo de razón, mientras que el de inmigración estropea un debate serio al introducir la provinciana exigencia de reducir las prestaciones para los trabajadores inmigrantes, sobre todo del este de Europa.

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Es cierto que hay que aclarar las relaciones entre los 19 Estados que pertenecen hoy a la eurozona y los 9 que no, en especial si la eurozona toma las medidas necesarias para acelerar la integración bancaria y fiscal. También es cierto que la UE podría mejorar la competitividad, que debería suponer más empleo, reduciendo trámites y creando un mercado digital y financiero único. El distinguido economista Mario Monti lleva años diciéndolo.

El apartado sobre soberanía es una mezcla curiosa. Hay otros Estados miembros que piensan que debería existir más subsidiariedad y más competencias para los Parlamentos nacionales, pero no es algo que pueda hacerse sólo para los británicos y en cuestión de meses. En cuanto a la garantía “formal, vinculante e irreversible” de que el Reino Unido no se compromete a “una unión cada vez más estrecha”, es una exigencia extrañamente antibritánica, antipragmática y puramente simbólica.

Por último, al hablar de inmigración pone una gran pregunta sobre la mesa —las consecuencias de la libre circulación de ciudadanos de la Unión para los países más pobres del este y del sur de Europa, que han perdido a millones de jóvenes llenos de energía—, pero luego introduce una propuesta mezquina y discriminatoria sobre las prestaciones laborales para los inmigrantes en el Reino Unido.

Hay que aclarar las relaciones entre los 19 Estados de la eurozona y los nueve que están fuera

Qué batiburrillo tan raro. Es como si una mujer le dijera a su marido que van a tener que divorciarse si no cumple las siguientes demandas: redecorar el ático, no estar obligada a decir “hasta que la muerte nos separe”, que la canguro polaca deje de usar el cuarto de invitados y que él saque la basura los jueves. “¿Eso es todo?”, exclamó, indignado, un destacado euroescéptico conservador, Bernard Jenkin, al oír las demandas. Le comprendo. Salvo que eso no es “todo”, claro. “Todo” es el interés nacional en permanecer en la UE, que Cameron expresó con elocuencia al final del discurso en el que anunció el referéndum, hace tres años.

La negociación es importante para vender el voto del sí a los electores británicos. Hasta ahora, la reacción en el continente ha sido tranquila, aparte de algún político alemán que ha dicho que los británicos no van a recibir más “salchichas”, y el consenso casi universal de que el principio básico de no discriminación no puede obviarse por el sistema de prestaciones sociales de un país.

Durante los próximos meses habrá que ser muy aficionado a la cosa europea para no acabar aburrido con los giros y los detalles de la negociación. Al final, esperemos que pronto, de las conversaciones saldrá un pequeño surtido de bombones de Bruselas, envueltos en una gran caja de cartón con un lazo gigante de colores. El relaciones públicas David Cameron tendrá que vender la caja de bombones al pueblo británico, pero lo que en realidad nos jugaremos al votar serán nuestros intereses nacionales y nuestro lugar en el mundo. La opinión británica está dividida, y los referendos son peligrosos, porque la gente, muchas veces, no contesta a la pregunta que se le hace; pese a todo, confío en que los británicos decidirán quedarse. Muchos amigos europeístas dicen que “así no se resolverá nada”, pero no estoy de acuerdo. Los euroescépticos seguirán siéndolo, por supuesto, igual que yo seguiré siendo europeísta aunque perdamos la consulta, pero la decisión que se apruebe dejará zanjada la cuestión al menos para una década y tal vez hasta la próxima generación.

Los referendos son peligrosos. Muchas veces, la gente no contesta a la pregunta que se formula

Si el Reino Unido se queda, entonces le interesa que la UE esté lo mejor posible. Y no nos engañemos: Europa está mal. Un alto funcionario de la UE me dijo el otro día que creía que, si Alemania se sintiera obligada a cerrar sus fronteras a los refugiados, habría guerra en los Balcanes. Eslovenia cerraría su frontera (está levantando una alambrada), Croacia los devolvería a Serbia, Serbia quizá enviaría a los musulmanes a Bosnia, y así sucesivamente. Y ese no es más que un aspecto de la crisis: porque están también la eurozona y el ascenso del nacionalismo euroescéptico incluso en los países de Europa Occidental.

Me pregunto cuántas personas se fijaron en la fecha de la carta de Cameron a Tusk: 10 de noviembre. Es decir, entre el 9, aniversario de la caída del muro de Berlín, y el 11, cuando recordamos a los fallecidos en varias guerras en las que los británicos contribuyeron a restablecer la paz y la libertad en Europa. ¿Estamos tan ensimismados en nuestras peleas de Westminster sobre Europa que no vemos lo que sucede en la Europa real? Es perfectamente legítimo preguntar “¿qué puede hacer Europa por nosotros?” Todos los Estados miembros lo hacen. Pero casi todos los demás preguntan también “¿qué podemos hacer nosotros por Europa?”, o, al menos, reconocen que deberían preguntarlo, porque estamos todos en el mismo barco, que está en medio de un temporal y con vías de agua. Así que ya es hora de que haya más “¿qué puede hacer Gran Bretaña por Europa?”. Quizá si nuestros socios europeos oyen hablar así a los líderes británicos se sientan algo más generosos con los detalles más engorrosos de la negociación. Al fin y al cabo, la batalla de Gran Bretaña también fue una batalla por Europa.

Timothy Garton Ash es profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com project, e investigador titular en la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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