Soledad
La soledad del que no lee es aún más grande. O quizá sea mayor la del que lee
La soledad del que no lee es aún más grande. O quizá sea mayor la del que lee. No sé… Lo primero lo he pensado al asomarme al caer el sol por la ventana y ver a mi vecino el electricista dándole la brasa a otra vecina en la calle. Bajo el fulgor incipiente de una farola y el moribundo del atardecer en otoño. Si le gustara leer, no lo haría… La soledad del que no lee es palmaria. Aunque esté acompañado, se nota a todas luces que no quiere quedarse solo. Bajo ningún concepto. Ni un instante. Habrá que ver a la vecina, se dirá más de uno. Atiende la barra en el bar de enfrente. A simple vista no ofrece grandes encantos, aunque sí gambas al ajillo. Y pulpo… Tampoco su voz. Ni lo que dice. Parece tan sólo un antídoto contra la soledad. Pero eso ya es algo. O mucho.
Lo segundo –que tal vez la soledad del que lee sea mayor– se me ha ocurrido al volver a mi asiento y verme a mí. Sola. Leyendo. Bajo la claridad de una lámpara de pie. Articulada. La soledad del que lee es una soledad sola, como la del poeta Pedro Casariego. Una soledad tan sola como la de los campos del Gran Norte. Tan definitiva como la de Siberia. Aunque muy diferente. Una soledad iluminadora, diría alguno de mis amigos lectores. Pero ¿tú tienes amigos? ¿O siquiera conocidos? Si estás siempre leyendo. Sola…
La soledad del que lee es una soledad muy particular, porque cuando uno de pronto, en mitad de la lectura, la percibe, cuando se da cuenta de que está tan solo, se regodea, se relame los bigotes. Y no quiere dejar de estarlo. Bajo ningún concepto. Ni un instante. ¡Dios mío!, exclama uno entonces para sus adentros. Que no me descubra el Chispas debajo de la lamparita… Y sigue leyendo. En medio de esa soledad tan sola. Tan egoísta y al mismo tiempo tan respetuosa con la de los demás. ¡Qué solos estamos! Hasta cuando no estamos solos.
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