Canción de alta costura
La diva del fado rompe cinco años de silencio con ‘Mundo’, producido por Javier Limón
Refugiados ha habido siempre; quizás antes faltaban cámaras. Mientras sonaban tambores de guerra, Isabel Nunes abandonaba la capital de Mozambique sin mirar para atrás. Con las prisas dejó casa y amigos. Solo cargó con lo que cabía en su regazo, su niña de ojos grandes, Marisa dos Reis Nunes.
“Llegamos a Lisboa sin nada y sin nadie que nos quisiera. Nos metimos en el barrio de la Morería en una casa donde entraba el agua cuando llovía. Nadie nos quería. No había dinero, no había trabajo. Mi mamá era negra; mi papá, rubio, y yo, así, con este colorcito. En 1977 los matrimonios mixtos no eran frecuentes ni bien vistos en Portugal”.
Aquella niña se ha hecho mayor y ahora todos la quieren, todos la miran. Basta decir “Mariza” y se abren los teatros del mundo, de la Ópera de Sídney al Royal Albert Hall, y sus taquillas cuelgan el “todo vendido”. Tras cinco años sin grabar y un millón de discos vendidos, Mariza estrena Mundo, un disco con tangos de Gardel, mornas caboverdianas, sambas brasileñas y un par de fados, en cualquier idioma que se le ponga por delante; un viaje por el mundo que no olvida el barrio de su niñez, las callejucas estrechas donde apenas entra el sol, como se queja en Anda o sol na minha rua. “Cuando paseo por esas calles nunca me encuentro con niños; ahora juegan en sus casas con la Play. Lo veo por mi hijo, que se enrabieta si le quito el iPad”.
El turismo no ha quitado sabores, ni olores, a la Morería. Fotografías grabadas en sus paredes, obra de la británica Camilla Watson, recuerdan a los grandes del fado: Argentina Santos, Esmeralda Amoedo, Fernando Maurício y tres que no necesitan apellido, Severa, Amália y Mariza.
La música es explorar los sentimientos dentro del alma. El público y yo exploramos juntos, damos y recibimos
“Debajo de casa, mi padre alquiló una taberna, se llamaba Zalala [nombre de una playa mozambiqueña]; y se le ocurrió dar fados los sábados. Fue la manera de integrarnos en el barrio. Así empecé yo también a cantar”.
La islandesa Björk pincha a Mariza en Nueva York. Sting abre con ella los Juegos Olímpicos de Atenas. Su imponente presencia cierra el show de un embobado Letterman. Como un Frank Sinatra en femenino, a su buzón le llegan de todas partes composiciones pensadas para ella.
Del otro mundo, de Boston, aterriza en Lisboa Javier Limón, compositor de la delicada Alma y productor del disco. “Yo solo quiero decir una cosa”, salta el ganador de ocho Grammys. “En todas estas músicas hay picos históricos; en el tango, Gardel, Troilo Piazzolla; en el flamenco, Carmen Amaya, Mairena y Caracol; luego Morente, Camarón y Paco de Lucía. Yo creo que Mariza marca ahora ese momento en el fado, como antes fue Amália. Son artistas que se escapan del estilo y crean su propio lenguaje. En Mariza hay riquezas de armonía, de afinación, de vocabulario que suenan más allá de fado, suenan a Mariza”.
“En mis comienzos estuve muy cerca de los fadistas tradicionalistas”, recuerda la cantante. “Aprendí con ellos, porque el fado es una tradición oral, como el flamenco. Hay que estar cerca, con ellos, vivirlo; el distanciamiento posterior llega por un proceso natural. Los viajes, las giras, el contacto con otras culturas…”.
En Mundo, sexto disco en estudio, hay poco fado, algo africano y bastante latinoamericano, todo pasado por la voz emocionante de Mariza y el tamiz de las guitarras portuguesas. La diva se empeñó en que hasta el más leve rasgueo de cuerdas tuviera sello y firma.
La guitarra portuguesa, que da carácter a todo el disco, solo podía ser de José Manuel Neto, y para el bajo de Maldiçao había que esperar al “profesor”. Limón veía que aquel disco no se iba a acabar nunca. ¿Pero no vale cualquier bajo? “No, ha de ser el profesor”, insistía Mariza en un diálogo de sordos.
Limón: ¿Pero quién es el profesor?
Mariza: El bajo de Amália.
Limón: ¡Ah! ¿Grabó con ella sus últimos discos?
Mariza: No, todos.
Limón: ¿Todos? ¿Pero cuántos años tiene?
Mariza: Noventa y cuatro.
Después de cinco años sin grabar me sentía muy insegura, y ‘el maestro’ (Javier Limón) trabaja de una forma muy natural
Por fin, un día llegó el profesor, Joel Pina, todo pinturero, echando pestes de su BMW. “Lo compré hace cuatro años y se me está quedando viejo”.
Aún se parte Limón recordando la escena, que no paró ahí. El profesor escrutó los aires del español y, antes de que abriera la boca, marcó la línea: “Hay dos tipos de hacer música, una más melancólica y otra más alegre y festiva. Yo soy de la melancólica”. El requiebro le entusiasmó a Limón: “¡Qué manera más elegante de decirme ‘no me marees, déjame tocar’!”.
El roce ha hecho el cariño, y hoy, tras la experiencia con el anterior disco, Terra, para Mariza, Limón es el maestro. “Después de cinco años sin grabar me sentía muy insegura, y el maestro trabaja de una forma muy natural, no me pone nerviosa y me pregunta: ‘¿Qué te apetece, qué quieres?’. En el estudio no me dejó cantar más de dos o tres veces cada tema. Eso es una maravilla para alguien tan insegura como yo”.
Ahora dan los últimos toques al espectáculo que presentará en Suecia. “Nunca he sentido la frialdad que dicen que tienen los nórdicos. Todo el mundo sabe bailar y dar palmas. La música es explorar los sentimientos dentro del alma. Yo también estoy explorando en los míos cuando actúo. El público y yo exploramos juntos, damos y recibimos”.
Luego seguirá por Alemania, Canadá y recalará en Estados Unidos. No hay otro artista latino que cruce el país de norte a sur, de Nueva York a Los Ángeles. Una rareza para quien no canta en inglés.
“Creo que tiene que ver con la actitud, no pensar que la música tiene una lengua. Nunca pensé eso. Hace unas semanas canté en Dublín delante de todos los directivos de la Warner; los había de Japón, de Holanda, de Australia… El escenario apenas era un cajón, sin luces, porque era de día, con los mínimos bafles. Me envolví con la música y me olvidé de que no entendían lo que decía, de que eran ejecutivos de la industria. Me olvidé de la lengua. Nunca me he preocupado por ella. La música no tiene lengua”.
Sean finlandeses o brasileños, Mariza aparece sobre el escenario como una diosa, una sacerdotisa. Allí no se va a oír, se va a sentir. Con su cabello plateado cortado al dos y sus vestidos majestuosos, extiende una atmósfera catárquica, donde a ratos se baila y a ratos se llora. “Mi imagen nunca fue pensada. Dos amigos de toda la vida, el estilista Rolo y el peluquero Eduardo, me ofrecían de todo. Aún no había grabado ningún disco y ya iba a la casa de fado con un vestido distinto cada día, amarillo, rojo, verde. Me decían que si estaba loca y yo les contestaba: ‘¿Con qué se canta, con las faldas o con la voz?’. Y me dejaron en paz. Ahora ya está todo más pensado”. Como sus vestidos, su música también parece de alta costura.
En su antebrazo derecho lleva tatuada la frase “Solo Dios y yo tenemos la fuerza para iluminar el fado”. “Fado significa destino”, aclara Mariza. “La vida me obligó a parar casi dos años y ahora quiero volver a la carretera con un niño que necesita que esté ahí y que la mayor parte de las veces no estoy. ¡Hoy me he olvidado de ponerle el almuerzo!”.
Meu amor pequenino es el último corte del disco, un regalo del compositor Paulo Abreu cuando nació su hijo Martim. “Necesito de la familia y de los amigos para que me ayuden a sobrevivir, pero también necesito de la música para respirar. Una cosa completa a la otra, no puedo vivir sin una de las dos. Cuando llegué a esa conclusión, comprendí que tenía que volver a grabar”.
elpaissemanal@elpais.es
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