Resfriado
Leo con desazón que la ciencia desmiente la vieja creencia que atribuye al frío el resfriado común. Nada que ver. El resfriado se contrae por contagio y de un modo bien prosaico. Un enfermo estornuda y lanza con pulverizador miles de virus que se posan en los objetos circundantes. El incauto resfriado toca el objeto, se lleva el dedo a la nariz y el virus se introduce en su organismo por vía nasal. A primera vista, la explicación es convincente: es moderna y científica y destruye un mito, lo que siempre da prestigio. Yo, sin embargo, me resisto a aceptarla por tres razones, todas inválidas. La primer es empírica. Si paso frío, de inmediato me duele la garganta, moqueo y tengo tos. Si al frío se suma la humedad, el efecto es fulminante.
Hace poco me pilló la lluvia por la calle y al llegar a casa ya estaba resfriado. Toda mi vida ha sido así. La segunda razón tiene que ver con mi autoestima. Soy propenso a resfriarme y me niego a reconocer que me meto los dedos en la nariz con más asiduidad y vehemencia que otras personas. Ahí no doy mi brazo a torcer: yo no me hurgo las narices. Ni siquiera en los semáforos. Presuponer lo contrario es ofensivo y cruel para un pobre enfermo. La última razón es de tipo sentimental. Algunos de los recuerdos más tiernos de mi infancia van unidos a la prevención del resfriado. Al salir de casa, en invierno, mi madre se aseguraba de que llevaba bien anudada la bufanda, de que me había puesto los guantes y abrochado el abrigo, y me prohibía abrir la boca al cruzar el umbral para no aspirar de golpe el aire frío de la calle. ¿Tantas muestras de ternura eran inútiles? Mi abuela había nacido en el siglo XIX. Como mi madre era la menor de sus hijos, entre mi abuela y yo mediaba un pedazo considerable de la historia de España. Yo era niño y ella anciana cuando me contaba cómo, siendo ella a su vez de corta edad, había asistido, o creía haber asistido, a la entrada en su pueblo de las tropas carlistas al mando del pertinaz y lunático Francesc Savalls, feroz guerrillero y breve capitán general de Cataluña, antes de ser definitivamente exiliado.
Ya viuda, mi abuela sufrió en Barcelona los estragos de la Guerra Civil, las penurias de la larga y oscura posguerra. Todo esto lo había sobrellevado con entereza y una cierta dosis de sentido del humor. Pero a su avanzada edad, lo único que todavía le infundía un terror pánico eran las corrientes de aire. Según solía repetir, todos los males provenían de las corrientes de aire, que en su casa eran muchas y enrevesadas, porque vivía en un piso antiguo y grande, con pasillos que doblaban en ángulo, y ventanas que se abrían a patios de luces por donde entraban olor a guisos, coplas lastimeras y ramplonas y, ni que decir tiene, malévolas corrientes de aire. Por entonces mi abuela apenas abandonaba una salita de estar, la habitación más pequeña de una casa grande que se había ido vaciando paulatinamente y era, quizá por esa causa, la más acogedora. Allí recibía visitas con tanto júbilo por la compañía como inquietud por si el visitante había salido indemne del trayecto o no. Porque también era parte de la creencia el que un resfriado mal curado podía ser el preámbulo de una grave enfermedad.
Hoy nada de esto guarda sentido. Los pisos modernos, de dimensiones reducidas, compactos de forma, provistos de calefacción y de aire acondicionado, no conocen las corrientes de aire. Y Barcelona ya no es la ciudad sombría y replegada sobre sí misma de aquella época, tan distinta de la actual que hasta el clima era otro. Tal vez por esta razón cada vez que me asalta una corriente de aire, rememoro, como un Proust de segunda mano, aquel pasillo oscuro, húmedo, recorrido por aromas y canciones repelentes por igual, en cuyas revueltas se emboscaban virus traicioneros, y al fondo del cual me esperaba mi abuela abrumada de presagios. Y así me resisto a la desmitificación del resfriado común: porque quiero creer que no se resfría el que quiere ni el que puede, sino el que se moja.
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