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Tribuna
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EE UU en el mundo: tres preguntas

La acción exterior ha estado dividida históricamente entre las políticas “maximalistas” y las de “repliegue”. El debate actual es cuándo debe gastar el país en defensa y hasta qué punto debe ser intervencionista o multilateral

Joseph S. Nye
RAQUEL MARIN

Cuando el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, habló recientemente en la ONU sobre la necesidad de contrarrestar al Estado Islámico (EI), muchos de sus críticos se quejaron de que insistiera demasiado en la diplomacia y no bastante en el uso de la fuerza. Se hicieron comparaciones con la intervención militar del presidente de Rusia, Vladímir Putin, en la guerra civil de Siria y, como la campaña para la elección presidencial de EE UU está empezando de verdad, algunos candidatos republicanos acusaron a Obama de aislacionismo.

Pero esas acusaciones son retórica política partidista poco basada en un análisis riguroso. Resulta más exacto ver el talante actual como una oscilación del péndulo de la política exterior de EE UU entre lo que Stephen Sestanovich, de la Universidad de Columbia, ha llamado “políticas maximalistas” y “políticas de repliegue”.

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El repliegue no es aislacionismo; es un ajuste de los fines y medios estratégicos. Entre los presidentes que aplicaron políticas de repliegue desde el fin de la II Guerra Mundial figuraron Dwight Eisenhower, Richard Nixon, Jimmy Carter y ahora Obama. Ningún historiador objetivo los consideraría aislacionistas. Eisenhower se presentó a la elección presidencial en 1952 porque se oponía al aislacionismo de Robert Taft, el principal candidato republicano. Si bien Nixon estaba convencido de que EE UU estaba en decadencia, los otros no. Todos eran profundamente internacionalistas en comparación con los verdaderos aislacionistas del decenio de 1930, que se oponían enconadamente a que se acudiera en ayuda de Gran Bretaña en la II Guerra Mundial.

Los historiadores pueden sostener de forma creíble que los períodos de un compromiso excesivamente maximalista han perjudicado más al lugar ocupado por EE UU en el mundo que los de repliegue. La reacción política interna al idealismo mundial de Woodrow Wilson produjo el intenso aislacionismo que retrasó la reacción de EE UU contra Hitler. La escalada de la guerra en Vietnam durante las presidencias de John F. Kennedy y Lyndon Johnson produjo el giro centrado en los asuntos internos del decenio de 1970 y la desacertada invasión del Irak por parte de George W. Bush creó el actual talante propicio al repliegue. Si dicho talante llega a ser una cuestión en la campaña presidencial de 2016, los americanos deberían abandonar el falso debate sobre el aislacionismo y, en su lugar, abordar tres cuestiones fundamentales sobre el futuro de la política exterior del país: qué proporciones debe tener, hasta qué punto debe ser intervencionista y hasta qué punto multilateral.

El repliegue no es aislacionismo; es un ajuste de los fines y medios estratégicos

La primera pregunta se refiere a cuánto debería gastar EE UU en defensa y política exterior. Aunque algunos sostienen que este país no tiene otra opción que la de limitar sus desembolsos en esos sectores, no es así. Como porcentaje del PIB, está gastando menos que en el momento máximo de la Guerra Fría, cuando estaba consolidándose el siglo de la hegemonía americana.

El problema no estriba en cañones frente a mantequilla, sino cañones frente a mantequilla e impuestos. Sin una buena disposición a aumentar los ingresos, el gasto en defensa está bloqueado en una disyuntiva de suma cero con inversiones importantes, como, por ejemplo, en educación, infraestructuras e investigación e innovación, todas decisivas para la fuerza interior de EE UU y su posición mundial.

La segunda pregunta se refiere a cómo y de qué formas debería EE UU intervenir en los asuntos internos de otros países. Obama ha dicho que deberían recurrir a la fuerza —unilateralmente, de ser necesario— cuando su seguridad o la de sus aliados estén amenazadas. Cuando no sea así, pero la conciencia inste al país a actuar —contra un dictador, pongamos por caso, que mate a gran número de sus ciudadanos—, EE UU no debería intervenir por sí solo y debería recurrir a la fuerza sólo si hubiera buenas perspectivas de éxito. Se trata de principios aceptables, pero, ¿cuáles son los umbrales? Ese problema no es nuevo. Hace casi dos siglos, John Quincy Adams, sexto presidente del país, estaba lidiando con las peticiones internas de intervenir en la guerra por la independencia de Grecia cuando hizo su célebre afirmación de que EE UU “no va al extranjero en busca de monstruos que destruir”. Pero, ¿y si la tolerancia en el caso de una guerra civil como la de Siria permite a un grupo terrorista como el Estado Islámico hacerse con un refugio seguro?

La clave no es cañones frente a mantequilla, sino cañones frente a mantequilla e impuestos

Estados Unidos debería dejar de hacer invasiones y ocupaciones. En una época de nacionalismo y poblaciones socialmente movilizadas, la ocupación extranjera, como concluyó Eisenhower en el decenio de 1950, ha de engendrar resentimiento, pero, ¿con qué se puede sustituir? ¿Es suficiente la potencia aérea y la capacitación de fuerzas extranjeras? En particular en Oriente Próximo, donde es probable que las revoluciones duren una generación, será difícil lograr una hábil combinación de poder duro y poder blando.

Discursos recientes de los candidatos a la presidencia muestran que ya ha comenzado el debate sobre las dos primeras preguntas, pero no conviene a EE UU pasar por alto la tercera pregunta. ¿Cómo puede este país fortalecer las instituciones, crear redes y establecer políticas para gestionar las cuestiones transnacionales? La dirección por parte del país más potente es importante para la producción de bienes públicos mundiales. Lamentablemente, el estancamiento de la política interior de EE UU crea con frecuencia un bloqueo al respecto. Por ejemplo, el Senado no ha ratificado la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, pese a que redundaría en beneficio del interés nacional de EE UU: de hecho necesita dicha convención para respaldar su posición sobre cómo resolver las reclamaciones territoriales opuestas en el mar de la China meridional.

De forma similar, el Congreso no cumplió con el compromiso de apoyar en el Fondo Monetario Internacional la redistribución de la capacidad de voto correspondiente a los países con mercados en ascenso, aunque hacerlo costaría muy poco. Así se abonó el terreno para que China lanzara su Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (que después EE UU intentó bloquear). Y hay una fuerte resistencia en el Congreso a fijar límites a las emisiones de carbono en el período previo a la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se celebrará en París el próximo mes de diciembre.

Las de cuánto gastar en asuntos exteriores y hasta qué punto intervenir en crisis lejanas son cuestiones importantes, pero los americanos deberían estar igualmente preocupados por que el “excepcionalismo” de su país esté degenerando en un “exencionalismo”. ¿Cómo puede EE UU conservar la dirección mundial, si otros países ven que el Congreso bloquea constantemente la cooperación internacional? Ese debate aún no se ha iniciado.

Joseph S. Nye, Jr. es profesor en Harvard y autor de ¿Se ha acabado el siglo americano?Traducción de Carlos Manzano.© Project Syndicate, 2015

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