El declive del gigante brasileño
A la crisis moral y económica se suma una crisis política que retroalimenta la desconfianza
¿Qué está pasando en Brasil, con un Gobierno que apenas alcanza el 7% de aprobación y una moneda que se ha devaluado un 35% en lo que va del año y un 55% en los últimos 12 meses? ¿Dónde y cuándo terminará esta investigación judicial que ya ha llevado a la prisión al ministro estrella del Gobierno de Lula, José Dirceu, al tesorero del partido de gobierno, a los titulares de las mayores empresas constructoras (verdaderas multinacionales), mientras penden acusaciones contra los presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado?
Esta revelación de la corrupción es el epicentro del terremoto. Ha afectado a Petrobras, la empresa emblemática del país, en cantidades surrealistas, que aún no han llegado a medirse cabalmente. Pensemos simplemente que —obligada por la justicia— Camargo Correa, una de las empresas, ha devuelto ya 200 millones de dólares; que el ex gerente general de la petrolera estatal restituyó 97 millones y el de abastecimientos devolvió 25 millones (dos funcionarios, simplemente). Todas estas cantidades responden al intento de los procesados de aliviar su condena, mientras se hacen acuerdos de “delación premiada” en que algunos de los involucrados, a su vez, arrastran a otros. Es un “sálvese quien pueda”, que ha hecho del juez Moro, que encabeza el expediente, la personalidad más popular del país.
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Esta crisis moral se suma a una situación económica ya de por sí difícil. La baja de los precios de las materias primas, encabezadas por el mineral de hierro, el petróleo y la soja, ha golpeado seriamente una economía que en la última década disfrutó de una formidable bonanza, alegremente malgastada en consumo doméstico. Esto desnuda otra realidad histórica: Brasil se soñó una gran potencia industrial y Getulio Vargas, un caudillo gaucho, en 1930, puso en marcha las primeras acerías; a su vez, Juscelino Kubitschek prosiguió el sueño y, como testimonio de ese optimismo, levantó —en los años cincuenta— ese Versalles moderno que es la Brasilia de Niemeyer y Lucio Costa. Este sueño terminó. Brasil hoy es mucho más potencia agrícola que industrial. Al caer esos precios, la economía comenzó a estancarse y lleva tres años con bajísimo crecimiento, esperándose incluso una recesión en este 2015. 2010 fue el último año expansivo, pero con una ilusión óptica, porque se habían establecido incentivos al consumo de la industria automovilística y electrodoméstica, aumentando el endeudamiento popular. La consecuencia de esta economía estancada y de un fuerte déficit público ha llevado a la pérdida del investment grade, que ha incentivado, a su vez, la devaluación que hoy domina psicológicamente el país. Así, ¿quién invierte, sea extranjero o brasileño?
A la crisis moral y a la crisis económica se superpone una crisis política, que retroalimenta la desconfianza. El partido de gobierno, el PT, sufre el deterioro y aun el expresidente Lula, que parecía incombustible, empieza a perder imagen. Las denuncias de corrupción le salpican a él y cuestionan a la propia presidenta, Dilma Roussef. Sobrevuela sobre ella el fantasma de un juicio político que tendría que basarse en la evidencia de un delito personal de ella. No ha aparecido una prueba directa que la involucre, pero la amenaza está presente, como también lo supone una denuncia ante el Supremo Tribunal Electoral, por el uso en su campaña de fondos espurios producto de los fraudes públicos. Por si fuera poco, media una cierta sensación de fraude intelectual, porque Dilma hizo una campaña prometiendo estimular la economía y acusó al candidato socialdemócrata Aecio Neves de ser el candidato de la banca. No bien llegó a la presidencia, nombró un banquero como ministro de Economía y lanzó un ortodoxo programa de ajuste fiscal. Ello constituyó otro combustible a la hoguera que ya humeaba.
Nadie duda que sería malo para la democracia que Dilma no terminara su mandato. Pero, como dijo el expresidente Fernando Henrique Cardoso, si no hay un gesto de grandeza de la presidenta “asistiremos a la desarticulación creciente del Gobierno y del Congreso” Ese es el dilema de hoy. Acorralada, la presidenta ha encarado una reforma de su desmesurado gabinete de 39 ministros, reduciendo su número pero teniendo que contemplar a una nube de pequeños partidos y al poderoso PMB, su principal aliado, hoy con un frágil apoyo. Así, no parece que vaya a producirse ese shock de confianza que se espera. Con parches y remiendos, todo se seguirá deshilachando y la séptima potencia económica del mundo, el gigante latinoamericano, seguirá arrastrándose en un agónico declive.
Julio María Sanguinetti es expresidente de Uruguay.
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