La estrategia y la penitencia de Volkswagen
Algunas empresas actúan como si las leyes obstaculizaran el crecimiento de los beneficios; emplean más tiempo en burlarlas que en ganar productividad
El fraude medioambiental de Volkswagen (Dieselgate) ha captado el interés de la opinión pública con una garra desconocida desde el caso del Exxon Valdez o del Prestige. No es casualidad que VW haya contratado la defensa del mismo despacho de abogados que representó a BP (la catástrofe en el golfo de México) y que la estrategia de la firma automovilística haya sido similar en líneas generales a la que siguió la petrolera (confesar el pecado y mostrarse dispuesto a cumplir la penitencia; ya decidirá después su equipo jurídico hasta qué punto). Es el modelo estratégico estándar cuando el engaño es tan flagrante que es mejor poner la mejilla para recibir el bofetón, provisionar en las cuentas lo que se pueda y confiar en que el paso del tiempo lime las peores aristas del fraude.
Las consecuencias del escándalo rebasan holgadamente el daño que resulte para VW. Estamos ante un caso de síndrome de la orfandad. El ciudadano —sea en su calidad de cliente, consumidor o contribuyente— confía en que existe un sistema de supervisión eficaz para impedir desastres como el de las hipotecas basura, las pirámides de Madoff, las preferentes de Bankia, la cleptocracia rumasina o la contaminación de los diésel de VW; pero un buen día o un buen lustro descubre que tales ángeles de la guarda no existen. Nadie va a impedir que le coloquen un infraproducto financiero o un coche contaminante. Y se siente huérfano. Quizá la estafa se descubra después. Pero la cuestión no es esa, sino la de por qué los caros sistemas de regulación o inspección previa, organizados con dinero del contribuyente para evitar engaños y fraudes, pocas veces funcionan (o lo hacen por puro azar).
Propongamos un juego a los reguladores (autoridades de competencia, bancos centrales) y a las grandes firmas de auditoría, como una encuesta informal: ¿cuántos de los fraudes o burlas sistemáticas de la legislación llegan a conocerse públicamente? Ciñámonos a los países democráticos (áreas del euro, libra, dólar y yen) para que la evaluación no sea oceánica. ¿El 2%, el 5%, quizá el 10% como mucho? El Dieselgate se reveló por casualidad. El International Council of Clean Transportation encargó un informe con el fin de trasplantar a Europa las normas anticontaminación de Washington (más estrictas) y tropezaron con la anomalía en los modelos Jetta y Passat. El informe podía haber pasado inadvertido de no ser porque cuando se presentó había funcionarios de la Agencia de Protección Ambiental estadounidense. Mera serendipia.
No es disparatado aceptar tres proposiciones encadenadas. 1. Los directivos de Volkswagen (incluidos el dimitido Winterkorn y el que probablemente lo estará en breve, Michael Horn) tenían que conocer la instalación del cachivache informático que trucaba las emisiones; 2. Algunas organizaciones empresariales actúan como si la regulación y las leyes obstaculizaran el crecimiento de los beneficios y emplean más tiempo en buscar fórmulas para burlarlas que en innovar y ganar productividad, y 3. El prestigio de la honrada industria alemana queda en nada.
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