Oriana Fallaci, en el amor y en la muerte
Uno de los grandes amantes de la periodista italiana, su colega François Pélou, recuerda su apasionante vida
La fotografía de Eddie Adams en la que el general Loan, el jefe de la policía de Vietnam del Sur, dispara en la cabeza a un prisionero del Vietcong durante la ofensiva del Tet se convirtió casi inmediatamente en una de las imágenes icónicas del siglo XX, porque encerraba en su brutalidad y sencillez todo el horror de Vietnam. Esa imagen tiene también un papel importante en la gran historia de amor en la vida de Oriana Fallaci, la mítica periodista italiana fallecida en 2006 a los 77 años, de la que se acaba de publicar la primera biografía autorizada La corresponsal (Aguilar), de Cristina de Stefano.
En 1967, Fallaci era una estrella ascendente del periodismo italiano, que se había dedicado sobre todo al reporterismo mundano, cuando su periódico la envió a Vietnam, “la guerra de todos nosotros” como la describió Manu Leguineche por la forma en que marcó a varias generaciones de informadores. Aquel conflicto la convertiría en la reportera más famosa del mundo, pero sobre todo la cambió para siempre. Cuando llegó a Saigón le dijeron que la persona a la que tenía que conocer era François Pélou, corresponsal de la Agencia France Presse. Menuda y delgada —42 kilos, un metro cincuenta—, Fallaci era una mujer arrolladora y dura. Había vivido la II Guerra Mundial en su Florencia natal y colaborado con la resistencia cuando era una adolescente. No se dejaba impresionar fácilmente, pero Pélou lo logró desde el principio. En su libro sobre Vietnam, Nada y así será, le describe como “un joven atractivo de pelo gris, cara dura y atenta, dos ojos a los que no se les escapa nada, que además transmiten dolor e ironía”. Tenía 42 años, ella 38 y no se separaron durante una década.
“Viví con ella casi 10 años, era una mujer extraordinaria, una profesional increíble”, rememora Pélou por teléfono desde el pueblo del centro de Francia en el que vive. No quiere confesar su edad, aunque reconoce que supera los 80. Su carrera periodística fue tremenda —guerras de Corea y Vietnam, América Latina, España durante la muerte de Franco, además de que estaba en Dallas el 22 de noviembre de 1963, la mañana que mataron a JFK—. Pero su humildad y el hecho de que trabajase siempre para el anónimo, y sin embargo esencial, periodismo de agencia le ha dejado en un segundo plano. En Saigón, Pélou tenía las mejores fuentes: todo el mundo le conocía y respetaba. Cuando Oriana quiso entrevistar al todopoderoso general Loan le dijeron: “Sólo hay un extranjero en Saigón que puede verle cuando quiera: François”. Sin embargo, cuando contempló cómo mataba a un prisionero a sangre fría, la relación se rompió para siempre. “Es extraño, verdad. Pero es un gran muchacho”, le dijo el general a Fallaci sobre Pélou.
“Fue una historia que se terminó muy mal y ella nunca quiso volver a verlo”, relata Cristina de Stefano, periodista y scout literaria italiana, afincada en París y autora entre otros libros de Americanas aventureras (Circe). Pélou estaba casado y no podía separarse hasta que un hijo adoptado fuese más mayor. Ella perdió la paciencia y envió todas las cartas que le había escrito a la esposa de Pélou. Nunca volvieron a verse. “Cuando Oriana estaba enferma de cáncer, él le escribió y ella le devolvió la carta sin abrirla. Pélou sabía que iba a ser así, pero quería que supiese que estaba allí”, prosigue De Stefano, quien escribió el libro por encargo de la familia de la periodista y ha podido acceder a todo su archivo personal.
Un final triste
Fallaci fue una de las periodistas más influyentes de la segunda mitad del siglo XX y entrevistó a todas las personalidades que marcaron los sesenta y los setenta (recogidas en Entrevista con la historia). De Stefano explica que cambió la forma de entrevistar a los personajes públicos, por la dureza de sus preguntas, pero también porque les sacaba de la política. Se quedó en primera línea durante mucho tiempo y estuvo a punto de morir durante la matanza de la plaza de las Tres Culturas en México en 1968, donde recibió tres balazos. En gran medida, sus crónicas simbolizan los años sesenta. Cuando dejó el periodismo, sus novelas vendieron millones de ejemplares: Inshalá, sobre la guerra de Líbano; Un hombre, sobre su relación con el poeta y activista griego Alexandros Panagoulis, o el sincero relato de su maternidad frustrada, Carta a un niño que nunca nació. Sin embargo, Fallaci, que llevaba varias décadas alejada de la vida pública y padecía un cáncer que acabaría por derrotarla, escribió tras el 11-S un brutal y provocativo artículo antiislámico que luego convirtió en un libro.
“Fue un final un poco triste”, reconoce De Stefano. “El 11 de septiembre le marcó profundamente. Cuando fue criticada, entonces salió como un toro. Oriana era así, no se preocupaba de las consecuencias de lo que decía”, prosigue su biógrafa. Pélou cree que si llega a seguir con ella hubiese logrado moderarla y tal vez hubiese evitado que escribiese aquel texto. “Trabajábamos siempre muy cerca cuando estábamos juntos”. Fue una historia de amor que nació del respeto profesional. Él admiraba su determinación, su fuerza, su valor y su talento. Ella su experiencia, su sabiduría, sus silencios y, sobre todo, su obsesión por transmitir el dolor de la guerra.
En agosto se estrenó en Francia una película italiana sobre su romance, Oriana, de Marco Turo, en la que Vittoria Puccini encarna a Fallaci y Stéphane Freiss, a Pélou. Pero nadie se molestó en llamarle para preguntarle o documentarse. Lo que más rabia le da al veterano periodista es que el protagonista fuma todo el rato y Pélou nunca encendió un cigarrillo. Las escenas de amor le parecieron ridículas. Desde su retiro francés asegura resignado: “Pero es así, no se puede hacer nada”. Y no sólo habla de una película fallida.
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