El último milagro del barroco
El camino a la santidad de sor Juana ha sido muy azaroso. El pasado marzo el papa Francisco tomó las primeras medidas para su beatificación definitiva, después de 500 años
La historiografía española ha sido siempre muy dura con los místicos y heterodoxos que ni llegaron a santos ni fueron grandes poetas o escritores. Así, desde Menéndez Pelayo hasta Caro Baroja –pasando por Américo Castro–, las víctimas de la Inquisición han recibido más comprensión por parte de hispanistas como Johan Brouwer, Edgar Allison Peers o Marcel Bataillon, porque nuestros historiadores casi siempre dieron por buenas las sentencias de los comisarios del Santo Oficio. Por eso la suerte de sor Juana de la Cruz (1481-1534) tiene mucho de desagravio y también algo de némesis barroca.
Natural de Azaña, sor Juana fue una de las mujeres más influyentes de su tiempo, pues Carlos V fue a visitarla y el cardenal Cisneros la convirtió en abadesa de un grupo de beatas que vivía sin clausura y sin reglas en una casa de Cubas de la Sagra, que hoy día es un santuario que recibe a miles de peregrinos devotos de sor Juana, autora del Libro del conhorte, una compilación de sus sermones. Según el manuscrito de su Vida, sor Juana de la Cruz cambió de sexo en el vientre de su madre, ayunó desde que era una niña de pecho, comenzó a tener visiones celestiales a los cuatro años, sostuvo coloquios con los ángeles, rescató almas del purgatorio, sufrió las llagas de la crucifixión, combatió a los demonios y durante sus éxtasis recibió coruscantes revelaciones. Todo aquello era verosímil en la España del Barroco, hasta que al cardenal Cisneros se le ocurrió nombrarla “párroco” y entonces una monja envidiosa de su estrella la acusó a la Inquisición.
El inefable tribunal jamás pudo probar nada contra la terciaria franciscana, pero el proceso acabó con la discreción de sus mercedes divinas y nada volvió a ser igual para sor Juana, quien falleció en olor de santidad y en el punto de mira de la curiosidad literaria. De hecho, su causa de beatificación no prosperó a lo largo de todo el siglo XVI, y cuando por fin fray Antonio Daza publicó una Historia, vida y milagros, éxtasis y revelaciones de la bienaventurada virgen Santa Juana de la Cruz (1610), la Inquisición prohibió dicha hagiografía porque sor Juana todavía no era “santa”. Sin embargo, las comedias sobre la figura de sor Juana sí se multiplicaron sin problemas, pues Luis Vélez de Guevara le dedicó una pieza hoy perdida, Tirso de Molina la inmortalizó en la trilogía Santa Juana y Francisco Bernardo de Quirós escribió una tercera comedia sobre Santa Juana. De hecho, el nombre original de la Giralda sevillana era “Santa Juana”, porque era otra “giganta santa”. Precursora mística del Maestro Ávila y fray Luis de Granada, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, la obra de sor Juana ha sido analizada por el hispanista Ronald E. Surtz en La guitarra de Dios (1997), y su presencia en el teatro del Siglo de Oro, materia de estudio del filólogo Miguel Zugasti.
El camino a la santidad de sor Juana ha sido muy azaroso, aunque en marzo pasado el papa Francisco tomó las primeras medidas para su beatificación definitiva, después de 500 años. El padre Inocente García de Andrés –postulador de su causa, editor del Libro del conhorte y autor de Teología y espiritualidad de Santa Juana: una mujer predicadora (2012)– considera que sor Juana representa “el triunfo de la devoción popular, la reivindicación de la espiritualidad y un ejemplo de liderazgo femenino para la sociedad contemporánea”. Me permito añadir que la canonización de aquella monja que fue espejo de Santa Teresa y personaje literario del Siglo de Oro sería el último milagro del barroco.
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