Más blanco, imposible
Donald Trump encarna al hombre blanco. Y de qué manera. Un blanco de los de aquí te espero, morena. Tan blanco que te reconcome el deseo de pertenecer a cualquier otra raza con tal de no compartir su blancura impoluta, que incluso prende de sus corbatas de hombre blanco: lampantes sedas azules y rojo cardenalicio que luce como sólo lo consiguen los ricos aburridos de ser tan ricos. En él, que ha alcanzado la mayor de sus vanidades al aspirar a ser el candidato republicano a la presidencia de los EE UU, reverberan lejanos ecos de la supremacía blanca amamantada por la teta del odio.
De algunos diálogos de La cabaña del Tío Tom a las palabras que, hace más de 170 años, el jefe indio Nohan Sealth envió al presidente Pierce: “El hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. La tierra no es su hermana, sino su enemiga, y una vez conquistada, sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle (…) Trata a su madre, la Tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores”. Parecen escritas para él: cambiemos ovejas por acciones y casinos. Como los de Atlantic City, que tantos adictos ha alumbrado.
Hoy Trump monta su circo en la América profunda y en la superficial. Dice: no se mezclen, señores. Ni café con leche, ni azafrán. Arrufen la nariz cuando pase un sucio mexicano por su lado porque podría robarle, pasarle una papela a su hijo o follarse a su mujer. Desconfíe de los parias. Contribuya sin mariconadas a levantar un mundo de primera clase y otro low cost y, aunque sea pobre como las ratas y viva en un chamizo con goteras en Detroit o Filadelfia, vóteme a mí que soy el único que puede sacarle de la miseria porque no necesito la política para medrar dineros ni influencias. Lo tengo todo: seis helicópteros, tres divorcios. Hago y digo lo que me sale de la polla. Humillo a mis adversarios, como Hillary Clinton –¿cómo vamos a confiar en ella si no supo satisfacer a su marido, que acabó encontrando la alegría en el vestido azul de una becaria?–.
En los primeros posados con su segunda mujer, Ivana Trump (nacida María Zelnícková), que siempre salía en las fotos desternillada de risa, Donald ya había heredado el negocio familiar, que amplió con pericia y suerte. Entonces, Donald empezó a peinarse hacia adelante con tal determinación que acabó trayéndose el cogote a la frente. Reinventó el flequillo, desafiando su caída natural, a fin de lucir un pelazo descomunal en los primeros planos que, de no tener manía a los latinos, hubiera podido competir con el de José Luis Rodríguez El Puma. Porque, además de con su condición de hombre blanco multimillonario, cuenta con otra baza a su favor: su pelo. Esa frondosa melena de sueco que ha ido enrubeciendo hasta un deslumbrante platino que lo acompaña en sus posados intensos, cuando mira a la cámara como si acabara de leer a Kierkegaard.
Trump quiere representar la quintaesencia de la masculinidad a las puertas de la setentena. Achina los ojos, echa el cuello hacia atrás con un profesional maridaje de prepotencia e indolencia, y enardece a las almas errantes de los patriotas que se quedaron sin Dios ni ley cuando un mulato de Hawái que parece que sólo haya viajado a Kenia para ir de safari se convirtió en piloto de la nación.
Donald Trump es un radical que habla de sí mismo en tercera persona. “Haremos a Estados Unidos mejor de lo que ha sido nunca”, promete, dispuesto a levantar el Muro Trump: “Debe de ser bonito”, acaso lo sueña de mármol travertino, como sus torres. Su currículo es la verificación de que el sueño americano no siempre se desvanece con el despertador, resuelto a convertirse en pesadilla.
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