Por qué hacemos tanto caso a los expresidentes
Perdieron poder pero mantienen influencia. Son imanes de atención y también de críticas. Quienes han dirigido un país lo tienen difícil para encontrar su lugar en él
El expresidente nunca había desaparecido del todo. Había terminado su turno dirigiendo el país, cuando el país se encontraba todavía en la niñez de su democracia, pero aún se le podía ver en periódicos, peleando por alguna causa concreta o dando forma a alguna institución pública nueva. Sin embargo, cuando más sorprendió a propios y extraños fue 20 años después de dejar el poder. Decidió desempolvar su título de Derecho, aliarse con unos activistas que luchaban por cambiar su Gobierno, y asumir la defensa de unos presos en un caso de gran poder simbólico que tenía tanto de política como de justicia.
A este expresidente podríamos llamarle Felipe González: el dirigente español entre 1982 y 1996 se comprometió, este marzo, a defender a los dos principales presos políticos del régimen chavista. Pero también podríamos llamarle John Quincy Adams, el sexto presidente de Estados Unidos, que en 1841 decidió defender ante el Tribunal Supremo a unos esclavos africanos que se habían rebelado contra sus secuestradores.
La casualidad no es solo una anécdota. Es también una ilustración de la autoridad vitalicia que se le arroga a alguien que en su día dirigió una nación por mucho que ahora, sobre el papel, sea un ciudadano de a pie. “Dedicarse a casos legales no es una mala opción, aunque difícilmente será la menos polémica”, razona Justin Vaughn, profesor de políticas de la Universidad de Boise State. Es uno de los pocos académicos que ha dedicado algo de atención a esa institución que existe para no existir mucho. Ese poder de apariencia dura, cimientos blandos y utilidad abstracta. Ese trozo crepuscular de vida que apenas figura en las biografías pero cuyas posibilidades para crear futuro o destruir pasados son infinitas. Esa cuestión que en siglos de democracia nadie ha conseguido resolver del todo: cómo ser un expresidente.
La pospresidencia es el ejercicio de la contención. Se trata de ejercer el poder de una manera mucho menos evidente y transparente Antonio Gutiérrez-Rubí, asesor de comunicación y consultor político
“La pospresidencia es el ejercicio de la contención”, apuesta Antonio Gutiérrez-Rubí, asesor de comunicación y consultor político. “Se trata de ejercer el poder de una manera mucho menos evidente y transparente. Requiere sutileza y discreción. Distancia”. Opciones hay de todo tipo y este año se puede interpretar como una especie de catálogo de todas ellas.
Felipe González ha vuelto a la relevancia por la vía legal. José Luis Rodríguez Zapatero, por la accidental: las reuniones que mantuvo en febrero con Raúl Castro en La Habana molestaron muy ruidosamente al ministerio de Asuntos Exteriores. Jose María Aznar dejó sus conferencias internacionales y sus consejos de administración para ejercer, como en todas las elecciones, de “referente político y moral” del Partido Popular, como lo llamaron Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes en un mítin en mayo. Nicolas Sarkozy ha decidido reconquistar el poder francés con un nuevo partido llamado Los Republicanos. Silvio Berlusconi, lo contrario: alejado ahora de la política, se está reinventando como personaje público afable, cuenta de Instagram propia incluida. Esto mientras todavía huele el fervor por consagrar a Adolfo Suárez cuando murió el año pasado tras dos décadas de intimidad. Y mientras convivimos con dos tipos de exmandatarios inéditos: un exrey llamado Juan Carlos I y un expapa, Joseph Ratzinger.
Los presidentes cada vez son más jóvenes y cada vez viven más años. La expectación de que creen una pospresidencia activa y útil es mayor. Claro que la posibilidad de mancillar su legado también Justin Vaughn, profesor de políticas de la Universidad Boise State
Lo esclarecedor es mirar a Estados Unidos. La democracia ininterrumpida más antigua del mundo ha tenido tantas pospresidencias que su historia es prácticamente un manual de qué hacer y qué no hacer. La primera lección: el peor enemigo de un expresidente es sí mismo. “Los presidentes juegan papeles gigantes en la cultura americana”, razona Vaughn. “Y por eso cuando un expresidente cae en el escándalo, puede arruinar su presidencia y su legado, a veces de forma imborrable”. El otro enemigo es la historia. Varios presidentes más o menos respetables han caído en el olvido solo por posicionarse en el bando de los perdedores. Nadie recuerda hoy, por ejemplo, a quienes quemaron su imagen de presidentes defendiendo la esclavitud: John Tyler (presidente entre 1841 y 1845), que pedía la secesión del Sur; Millard Fillmore (1850-1853), que se opuso a la Proclamación de Emancipación de los esclavos; y Franklin Pierce (1853-1857), que murió de cirrosis maldiciendo a Abraham Lincoln.
Las cosas han cambiado desde entonces. “Los presidentes cada vez son más jóvenes y cada vez viven más años. La expectación de que creen una pospresidencia activa y útil es mayor. Claro que la posibilidad de mancillar su legado también”, prosigue Vaughn. La solución se ha encontrado hace relativamente poco: los asuntos exteriores. El área perfecta para erguirse sin hacer sombra. Influir sin molestar. “Hay mil factores: la revolución en las comunicaciones, que el transporte es más eficaz, o que los expresidentes ahora gozan de mayor salud económica: antes se solía salir de la Casa Blanca en número rojos”, explica Gregory Winger, que prepara para la Universidad de Boston un estudio sobre la influencia de las pospresidencias en las relaciones internacionales de EE UU. “Además, como ciudadano privado, un expresidente puede hacer cosas impensables para un presidente, como cuando Jimmy Carter visitó Cuba o cuando Bill Clinton dialogó con Corea del Norte”.
Hay una relación muy fuerte entre cómo sale uno del poder y cómo se involucra en asuntos exteriores luego. Los expresidentes que sufren salidas ignominiosas, como Nixon, se entregan a la política internacional para salvar su legado político Gregory Winger, Universidad de Boston
Carter y Clinton, los dos expresidentes más mediáticos, han explotado la salida de las relaciones internacionales con especial ganas pero sin la ansiedad de otros. “Hay una relación muy fuerte entre cómo sale uno del poder y cómo se involucra en asuntos exteriores luego”, advierte Winger. "Los expresidentes que sufren salidas ignominiosas, como Nixon, que estuvo obligado a dimitir, se entregan a la política internacional para salvar su legado político”.
Cuando uno llega más o menos incólume a la expresidencia, el peligro es el contrario: que las criticas empiecen entonces. The Washington Post contó que Clinton ha ganado 26 millones de dólares desde 2001 solo dando charlas. Su imagen de avaricioso va en aumento. Aunque no se acerquen a los dos millones por charla que llegó a aceptar Ronald Reagan, que también él fue severamente criticado (aunque su pospresidencia fue breve por motivos de salud, y su legado quedó intacto), es molesto que una presidencia resulte tan lucrativa.
También queda la opción de George W. Bush: desaparecer de la vida pública. Como Suárez. Casi como Zapatero. No da alegrías. Ni grandes tardes de gloria para la prensa. Pero tampoco problemas. Cuando el mundo ha sido tuyo, lo difícil es ser alguien en él.
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