Historia de un olivo
Aquel día, ante aquel olivo encogido, reducido a una caricatura de sí mismo, me sorprendí pensando en su dignidad
Era un adorno en el centro de una mesa.
Así lo vi por primera vez hace dos años, una miniatura verde y retorcida de hojas finas, minúsculas. No lo esperaba. En el acto de entrega de un premio literario se sucedían las intervenciones, pero yo sólo tenía ojos para él. Era tan pequeño, tan raquíticamente hermoso, tan extraño, que desde el primer momento me negué a contemplarlo como lo que era, un simple elemento de la decoración.
Otras veces había visto bonsáis pero nunca tan cerca, porque no me gustan. Mis ojos los aprecian, advierten su belleza, y sin embargo, hay algo en ellos que repugna a mi espíritu. Ya sé que los árboles no sienten. Si no creo en el alma humana, no puedo ni concebir el alma vegetal, pero aquel día, ante aquel olivo encogido, reducido a una caricatura de sí mismo, me sorprendí pensando en su dignidad. Y me pareció intolerable que alguien se hubiera atrevido a aplicar una técnica remota, extranjera, bárbara de puro refinada, al árbol totémico de mis antepasados, el símbolo de Atenea, el don que los atenienses eligieron para vincularse a la diosa de la razón, el origen del bálsamo que durante siglos ha definido la cultura de las dos orillas del Mediterráneo. Esa ofensa cruel, imperdonable, me vinculó a aquel olivo concreto, tan especial como si fuera único, como si fuera el último, en la comida de entrega de un premio literario, y apenas escuché a los oradores, los poetas que se sucedían en el estrado.
Después de los cafés busqué apoyos, aliados, hablé con unos, con otros, y al final, salí del restaurante con el que ya era mi olivo entre los brazos
Tengo muchos defectos pero, en general, no soy una persona caprichosa. Aquel día lo fui implacablemente. Después de los cafés busqué apoyos, aliados, hablé con unos, con otros, y al final, salí del restaurante con el que ya era mi olivo entre los brazos. Ya había decidido su destino, un camino largo, trabajoso, que aún tardaría algún tiempo en arrancar. Lo coloqué en el alféizar de una ventana de mi casa de Madrid y durante una semana me limité a regarlo, a mirarlo. Después afronté el primer gran momento de nuestra vida en común. Compré un tiesto corriente, redondo y pequeño, cuya capacidad aun así duplicaba la del recipiente en el que había llegado a mi casa, y lo trasplanté. Estaba muerta de miedo, pero enseguida empezaron a suceder cosas maravillosas.
En el instante en el que el bonsái encontró tierra decidió dejar de serlo y convertirse en árbol. Le brotaron dos ramas tiernas, verticales, de un verde claro y flamante, mientras las minúsculas hojitas de la miniatura que ya jamás sería se secaban a toda velocidad. Una semana después, era una planta extraña, muerta en la zona inferior, viva y pujante en esas dos ramas que crecían hacia arriba a una velocidad vertiginosa. Así me lo traje a la playa, a este rincón de la bahía de Cádiz donde todo crece, donde nunca hiela, y esperé a que se aclimatara. Unos días después, volví a trasplantarlo, lo alojé en un tiesto mayor, de tamaño mediano, empecé a ponerle fertilizante y el crecimiento se disparó. Todos los días subía a la azotea a mirarlo, todos los días me recibía con hojas nuevas, pero eso no era lo mejor. Las hojas más antiguas empezaron a desprender reflejos plateados, a ser de verdad hojas de olivo. Así que, antes de volver a Madrid, lo trasplanté por tercera vez, a una maceta enorme, y lo dejé en casa de unos amigos después de hablar con su jardinero y pedirle que me lo regara con mucho cuidado porque era muy importante para mí.
Mi olivo estuvo un año entero en esa maceta y el año pasado dio tres aceitunas, tres bolitas verdes y preciosas que justificaban el paseo que daba cada tarde sólo para verlas. El verano pasó, tuve que volver a Madrid, dejarlo solo en Cádiz por segunda vez, pero siguió creciendo, atravesó el otoño, sobrevivió al invierno y este año, en primavera, hice un viaje hasta Rota sólo para transportarlo desde la casa de mi amigo hasta mi casa, donde mi jardinero lo plantó en el lugar que yo le había asignado hacía más de un año y medio, en el instante en que nos conocimos en el centro de una mesa. Y siguieron pasando cosas maravillosas.
Mientras escribo su historia, lo estoy viendo. Ahora mide aproximadamente 1,20 metros y es, indiscutiblemente, un árbol. Su rama principal, la que con el tiempo será la única, ya tiene un tronco sólido, rugoso, que se destaca de las otras, las que perderá cuando crezca un poco más. Y en todas tiene aceitunas, más grandes o más pequeñas, arracimadas o solitarias. Este año, en invierno, vendré a recogerlas. Calculo que, con suerte, pesarán en total 350 gramos, 400 quizás. Y las lavaré, las pondré en salmuera, las aliñaré y me las comeré.
Ese será el definitivo final feliz de la historia de mi olivo.
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