¿Alguien me ha llamado?
Con el paso de los años he ido clasificando las reacciones del prójimo cuando se enteran que nunca he poseído un teléfono móvil
Con el paso de los años he ido clasificando las reacciones del prójimo cuando se enteran que nunca he poseído un teléfono móvil. En la prehistoria de los noventa en que era un artefacto grande de tarifas gigantescas me tomaban por tacaño. Años después comenzaron las sonrisas incrédulas: “¿En serio? Estás loco”. Y en pleno siglo XXI me regalan arranques efusivos, palmaditas en la espalda y hasta abrazos de admiración: “Tío, cómo lo consigues, ojalá yo pudiera…”.
Del menosprecio a la tolerancia, y de ahí a una especie de elogio de la virtud ajena, como si practicara una especie de vegetarianismo tecnológico ante el cual hay que alegrarse, pero nadie puede imitar. Este cambio de actitud me hace pensar en un mundo posible donde mucha gente comienza a darse cuenta de que la felicidad tecnológica también depende de hacer bien las cosas, de la misma manera en que hoy nos sobrecoge una sensación pecaminosa, casi delincuencial, si mezclamos vidrio con basura orgánica.
No me cabe duda de que estamos en la prehistoria de la autoeducación: el 87% de los españoles tiene el móvil a su lado las 24 horas y lo revisa unas 150 veces, según un estudio de Telefónica, y ya se están empezando a sistematizar algunas patologías peligrosas y divertidas. El llamado sleep texting: dedicarse a pasar mensajes de texto durante el sueño, sin ser conscientes, y que afecta sobre todo a adolescentes.
No sé si es bueno o malo eso de ligar y enterarse al día siguiente, como en las discotecas pero sin alcohol. O la “vibración fantasma”, que consiste en que de la nada, como un fenómeno paranormal, te vibra el muslo, sacas el móvil… y no hay mensaje: el cerebro tiene almacenada la conexión estímulo-respuesta, como cuando te amputan un dedo gordo y te sigue picando. O el ya acuñado término phubbing: no me gusta cuando callas porque estás como ausente mirando el móvil. Entonces, ¿por qué no te largas?
Nunca estoy en otro sitio que donde me anclan mis cinco sentidos
Huelga decir que estoy a salvo de todo esto. Lo primero que hago al levantarme no es estirar la mano en pos del móvil, sino preparar café como Dios manda. Luego enciendo el ordenador para revisar el correo, y esto me da margen para abrir los balcones y sentarme con la taza humeante a contemplar cómo hay gente que tropieza en la calle porque circula mirando el móvil. Pero el arte de vivir sin móvil es mucho más dinámico de lo que parece.
Nunca estoy en otro sitio que donde me anclan mis cinco sentidos, y cuando quedo con alguien lo pactamos como en los viejos tiempos, antes de salir de casa. Todos mis asuntos laborales se dirimen por correo electrónico, lo cual me deja un rico registro documental por si algo se tuerce. Mi memoria humana sigue almacenando los números de mis amigos. Y cuando regreso a casa después de una prolongada ausencia, aún puedo soltarle a mi pareja esa frase obsoleta que le da un aire vintage a nuestra relación: “¿Alguien me ha llamado?”.
El 87% de los españoles tiene el móvil a su lado las 24 horas y lo revisa unas 150 veces
Pero está claro que nada de esto es suficiente: no se puede nadar contra la corriente a no ser que se tenga un buen par de motores. Por eso no recomiendo imitar mi ejemplo fundamentalista, que también me crea inconfesadas limitaciones. Pero merece la pena hacer algo de dieta: el colesterol tecnológico se pega a las neuronas y ni siquiera te das cuenta de que ya te ha dado un infarto masivo de infelicidad, aunque andes por ahí como un zombi hiperactivo y eficiente.
elpaissemanal@elpais.es
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