Ítaca
La complicidad coleguera, eso de lo que hay que huir siempre, incluso cuando se mata a alguien en equipo

A estas alturas deben de estar volviendo de sus vacaciones las primeras remesas de jóvenes que han hecho un viaje “experimental” o “iniciático”. Digo deben de estar porque ya no queda ningún amigo de la partida; el último que volvió de Perú lleva diez años llamándonos a todos para “hablar”. Lo imagino desde entonces con un hatillo de notas y unas fotos en sepia sin nadie a quién enseñar, como si le hubiesen amputado la mejor parte del viaje: contarlo. Me gusta verlo junto a un chamán en una colina mientras escucha que nada tendrá sentido si en la oficina nadie se entera de sus misteriosas conversaciones nocturnas.
Es época por tanto, para mucha gente normal, de tratar de evitar a transidos o trastornados por la calle. Sobre todo cuando aún está caliente el regreso, cuando todavía hay algo de ellos que no ha vuelto de allí y necesitan explicarlo. Yo supongo ahora a Tsipras en una terraza de su pueblo: “Bruselas, macho, ni la India ni hostias. Yo me replanteé todo. Y os cambió la vida, ¿eh?”. Se les reconoce rápido no por el vestuario, el lenguaje o el furgón de policía que los sigue a distancia por la nueva costumbre de dormir bajo las estrellas, sino por la sonrisa de quien ha visto cosas que tú no creerías, por ejemplo un señor pescando. He asistido a muchos espectáculos de estos, he protagonizado con escándalo otros. Sé de amigos míos que callarían a una mujer que nació hombre para decirles que una partida de mus en la playa de Ko Chang le cambia la vida a cualquiera.
Esa trascendencia viene incorporada por el contexto, la sensación de lejanía: el prestigio geográfico. Todavía recuerdo la vuelta de un viaje a África que fue por puro placer, no tanto para encontrarme a mí mismo como para encontrar a la nueva Iman, y el grado de intensidad que empezaba a producirse en alguna gente que se enteraba de mi vuelta: esa intensidad se disparaba si el interlocutor había estado allí también. La complicidad coleguera, eso de lo que hay que huir siempre, incluso cuando se mata a alguien en equipo. Yo veía dirigirse hacia mí a alguien que me agarraba los dos brazos, como si me estuviese cayendo de un andamio, y pegaba su cara a la mía buscando los ojos, pues el haber visto la pobreza de Addis Abeba nos había enseñado una mirada secreta. Luego, con voz ronca, él preguntaba: “Qué tal”.
Vienen tiempos duros para los que gustan de “escuchar”. Durante un tiempo sus amigos beberán lo más exótico que se les ocurra y preguntarán dónde se ven ballenas al atardecer en la ría de Pontevedra. Cuando algún ingenuo les pregunte por qué, escuchará el chasquido del cepo en su tobillo.
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