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Navegar al desvío
Columna
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De qué hablaremos cuando estemos vivos

Tal vez es verdad que hay gente que vive feliz en la ignorancia. Que prefiere no hacerse preguntas

Manuel Rivas

Un guardián, joven y fornido, patea en el suelo nevado a un prisionero anciano que se ha caído exhausto. No tiene fuerzas ni para quejarse. Y nadie se atreve a protestar porque se juega la vida. Están en un campo de exterminio. Pero aun así hay una palabra indómita, que se abre paso en el castañeteo de los dientes.

Warum?

Alguien ha hecho una pregunta. La pregunta.

–¿Por qué?

La ciencia de preguntar por qué está en mala hora en la enseñanza española

El guardián nazi se revuelve. También está adiestrado para eso. Tiene una respuesta terminal.

Hier ist kein warum (Aquí no hay ningún porqué).

Lo cuenta Primo Levi en Si esto es un hombre. Él es quien se ha atrevido a hacer la pregunta. Y la respuesta del guardián equivale a todo un tratado sobre la historia dramática de la cultura. La primera medida de todo poder autoritario es hacerle la vida imposible a los porqués. La arbitrariedad no soporta ese interrogante. Ni en un palacio imperial, ni en una empresa, ni en una escuela, ni en una iglesia, ni en una choza. Al privarlo del porqué, se convierte al otro en un subalterno, en un prescindible. Un espacio sin porqués acaba siendo siempre lo que César Vallejo llamó “tierra indolente”: donde cavar un adiós.

Tal vez es verdad que hay gente que vive feliz en la ignorancia. Que prefiere no hacerse preguntas. Preguntar, igual que recordar, a veces duele. Lo absurdo es que haya propagadores, en lo público, de un inconfesado “derecho” a la ignorancia. Y lo más calamitoso es que esa substracción de porqués tenga como campo preferente la enseñanza. A un atracador le preguntó el juez cuál era la razón de elegir siempre establecimientos bancarios, y el hombre, un auténtico profesional, le contestó: “Allí es donde está el dinero, señor juez”. Los profetas de la ignorancia no suelen ser tan sinceros. Dicen que actúan sobre la enseñanza para mejorarla, hacerla más competitiva, e incluso más libre. En realidad, lo que hacen es apropiarse de los porqués. ¿Por qué? Porque es ahí donde están los porqués. Las escuelas, los institutos y colegios, los campus, son el hábitat de los porqués. Los primeros catedráticos que intentaron introducir en España el evolucionismo se encontraron, como en otras partes, con la feroz oposición de los escamoteadores de los porqués. Por no citar al bicho, a la teoría de Darwin la denominaban “La maldita E”.

En el principio, también en el Génesis, está la curiosidad. No es nada difícil imaginarse un Creador que consigue encender la luz en las tinieblas y exclama al modo de Edison: “¡Vaya, qué curioso!”. Hablando de luces, en su maravilla más reciente, Una historia natural de la curiosidad (Alianza Editorial), Alberto Manguel nos habla de las “máquinas de curiosidad” que se pusieron de moda en el Renacimiento. Una de ellas fue la extraordinaria Rueda de Libros que creó Agostino Ramelli en 1588, no sé si más útil, pero sí más “curiosa” que un e-book. Otro inventor célebre de estas máquinas de curiosidad fue Castelvetro, que definía su arte como “la ciencia de preguntar por qué”.

Esta arte y esta ciencia, la de preguntar por qué, está en mala hora en la enseñanza española. La discutida Lomce, que entra en vigor de pleno en el próximo curso 2015-2016, se presenta por sus valedores como una “máquina de competitividad”, pero deja destartalada la más fundamental “máquina de la curiosidad”. No hay competitividad si se hipertrofia la curiosidad. Este modelo sitúa en la marginalidad más precaria a la Filosofía, a la Literatura Universal, a las Artes (música y plástica). En un periodo que se asocia con la tara de la corrupción, se deshace definitivamente de todo lo que se asocie con la satanizada Educación para la Ciudadanía. Pero lo que es peor: se elimina la ciencia del por qué, la materia Ciencias del Mundo Contemporáneo. Una buena parte del estudiantado puede terminar el bachillerato sin viajar en la Odisea, sin alucinar con Shakespeare, sin discutir con Voltaire, sin conocer el significado de la maldita E.

En su diálogo con la maestra Cécile Ladjali, George Steiner hablaba de una escuela “en la que el alumno tendría permiso para cometer ese gran error que es la esperanza”. La nueva reforma no está precisamente tejida con lexemas de simpatía. Sin ningún consenso, obedece a un empeño partidista, y va aplicarse en una sociedad cada vez más abierta.

Alguien, con sentido común, debería meterla en el frigorífico. ¿A quién no le gusta cometer el error de tener esperanza?

elpaissemanal@elpais.es

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