El arquitecto anarquista que inventó la 'tablet' y no se la compraron
Visitamos el refugio en Londres del israelí Ron Arad, el artista que solo tiene un lema: "Que le den a las normas"
Hay, en el estudio de Ron Arad (Tel Aviv, 1951), entre prototipos de sus diseños y botes de limpiacristales, una pizarra donde alguien ha escrito las palabras "impresoras 3D" y "Alibaba". Podría ser una lista de la compra del futuro, pero en realidad es un compendio de palabras prohibidas. Cualquiera que ose pronunciarlas en este espacio deberá pagar una libra.
Son dos términos que deberían escucharse muy a menudo en esta oficina del barrio londinense de Camden Town, pero es bien probable que a estas alturas ya aburran a quienes trabajan allí. Impresoras 3D es lo que Arad –diseñador, artista y, desde que ideó el Museo del Diseño de Jolón (Israel) en 2010, arquitecto– ha usado para producir unas piezas que han vuelto loca a la prensa especializada, algo que este indomable sexagenario considera muy poco interesante. Alibaba, el gigante chino de e-commerce (compra y venta de productos en Internet), es por el contrario algo que le hace hablar sin parar y que revela bastante de su personalidad como artista y empresario. “Nos encontramos con una chica en el aeropuerto que llevaba una copia mala de nuestras gafas y resultó que las había comprado en Alibaba¨, cuenta.
[Los arquitectos] cuando empiezan a trabajar ya están pensando en las restricciones. Yo, en cambio, soy el irresponsable, el que dice: ‘Que le den a las normas”
Le picó la curiosidad y la siguiente vez que viajó a China fue a visitar una de las fábricas donde fusilan sus diseños. Lejos de airarse, lo que vio le conmovió: “Los trabajadores llegaban en bicileta y fichaban. Estaban ganándose la vida, sin más. El dueño, que contrata a 300 personas, es un joven que estudiaba inglés por las noches. Y sin duda tiene buen gusto, porque me copia a mí y a los Eames [otra empresa de diseño]: cosas peores podría elegir”. Se le ocurrió ofrecerles diseños originales para que no tuvieran que seguir copiando. “Me gustaba la idea, pero llevarlo a cabo es un trabajo a tiempo completo y yo no sirvo para hacer campaña. El tema acabó desvaneciéndose”.
Al recibirnos, Arad deja de lado la gran tableta y el lápiz óptico con el que trabaja. Sus dominios, revueltos como el dormitorio de un adolescente, son más propios del vecino mercadillo de Camden que del aséptico proyecto que ha desarrollado en la séptima planta del madrileño Hotel Puerta América. Está relajado y hace gala de su habitual humor, pero se le nota algo cansado. La noche anterior estuvo en la inauguración de la exposición de Alexander McQueen en el museo Victoria and Albert de Londres. “Fue una gran fiesta”, anuncia. Hoy viste cómodo, con pantalones de “su amigo” Yohji Yamamoto y una sudadera de “su amigo” Issey Miyake. Remata el atuendo con el sombrero alicaído de diseño propio que se ha convertido en su seña de identidad y que, según él, le permite olvidarse de su calvicie. “A mi edad todavía no he asumido la falta de pelo, me cambiaba por ti ahora mismo”.
Arad aterrizó en Londres en 1973, con 22 años, recién licenciado en la escuela de Bellas Artes de Jerusalén. Sin un objetivo fijo, terminó interesándose por la escuela de arquitectura AA (Architectural Asociation) al ver a alguno de sus alumnos haciendo cameos en el filme Blow up, dirigida en 1966 por Michelangelo Antonioni y considerada, aún hoy, ejemplo artístico de modernidad. Contra todo pronóstico pasó el examen de ingreso sin mostrar ninguno de sus dibujos: le bastó un lapiz y un poco de juvenil arrogancia. Una vez dentro se dio cuenta de que estaba mal visto construir y los arquitectos que terminaban haciéndolo pedían disculpas. Una de sus compañeras de clase era la popular arquitecta iraquí Zaha Hadid. “Era conocida por sus referencias al constructivismo ruso y la perspectiva heroica. Luego llegaron los ordenadores y... me van a matar”, suelta con ese tipo de risita que precede a una pulla. “Ahora emplea el mismo software que se usa para diseñar cascos de moto. Por eso se parecen a sus edificios”.
Su infancia en Tel Aviv discurrió en un ambiente liberal y artístico. Madre pintora, padre fotógrafo y hermano músico. Fue descendiente de la generación que llegó después de la Segunda Guerra Mundial y que quiso construir una utopía en la tierra prometida. “El sueño de la generación de mis padres no se cumplió”, reflexiona. “En cierta manera era un imposible. Se trataba de un concepto eurocéntrico, y la población actual de Israel se compone de diversas culturas”. No está de acuerdo con algunas políticas del gobierno de su país en la actualidad e invoca los recuerdos de su niñez: “Crecí en una burbuja donde Matisse importaba. ¿Somos mejores que otros? No sé, pero tengo que mantenerme leal a ello, porque es con lo que me formé. Es lo único que tengo”.
Diseñó un producto táctil muy parecido a la 'tablet' y se lo ofreció a la marca surcoreana LG, que no quiso comercializarlo. “No entendieron el concepto, pero eso me terminó salvando”, cuenta. “Lo podría haber cambiado todo. No sé si me gustaría ser multimillonario”.
En su país natal ha levantado algunos de los edificios más visitados: el Museo del Diseño de Jolón y la ópera de Tel Aviv. A pesar de haber pasado la mayor parte de su vida en Londres, Arad sigue conservando su acento y un vínculo emocional con su tierra: “Heredamos una ciudad muy buena, con grandes avenidas que desembocan en el mar y el legado de los refugiados de la Bauhaus. La normativa que limita las porciones de suelo ha dado lugar a unos edificios muy particulares que se ensanchan en los pisos altos. Me crié entre columnatas.”
A él nadie le mueve la silla — Aunque ahora tenga 64 años, poco pelo y cuatro décadas de trayectoria se le sigue considerando un enfant terrible. La culpa la tiene la silla Rover, su primera pieza de mobiliario; la que en 1981 le arrastró hacia el diseño. No es más que un asiento de coche encontrado en un desguace, pero es al diseño lo que el orinal de Duchamp al arte. Jean Paul Gaultier compró seis. Desde entonces, este icono del diseño punk ha aparecido de forma estelar en anuncios y programas televisivos. Se considera, en fin, toda una pieza de coleccionista. De punk no le queda nada, vamos.
A pesar de su tirón comercial, Arad es una figura polémica. Algunos admiran su vena lúdica, el deleite casi infantil que provocan sus librerías curvas Bookworm o su bicicleta con ruedas de muelles Two Nuns. Otros le consideran superficial, pasado de moda, fanfarrón e individualista. Él lo justifica todo de un plumazo: trabaja para divertirse, no para agradar a otros. “No construí la Rover para sermonear sobre el reciclaje, pero los ecologistas me pusieron de ejemplo”, recuerda. “De repente, era el más hippy de todos. Me informo sobre asuntos medioambientales, pero me preocupan más las personas, como el hecho de que haya niños explotados para que sea posible comprar vaqueros baratos. Si un día me apetece fundir un material que no es reciclable, lo haré”.
El hombre que inventó la tableta — El diseñador es protagonista de una de las historias más sorprendentes que circulan en los mentideros del diseño. Resulta que hace más de una década Arad inventó algo parecido a lo que ahora llamamos iPad. Diseñó un producto táctil muy parecido y se lo ofreció a la marca surcoreana LG, que no quiso comercializarlo. “En LG no entendieron el concepto, pero eso me terminó salvando”, cuenta. “Lo podría haber cambiado todo y no estaría aquí hablando contigo. No sé si me gustaría ser multimillonario”.
A pesar de ser un fanático de la tecnología, el diseñador aún se escapa a su estudio de Como, Italia, a fabricar sillas a martillazos. “Es cierto que la tecnología ha afectado la fisonomía de las construcciones y popularizado la mal llamada arquitectura orgánica, pero también ha facilitado procesos. Godard decía que el cine sólo podría ser arte cuando todo el mundo lo pudiera hacer y, ¡entonces hablaba de la cámara de Super 8! No tenía ni idea de lo que se avecinaba”.
Arad fue de los primeros en difuminar las fronteras entre diseño, arte y arquitectura. Hoy continúa perteneciendo a una minoría. Sigue sorprendiendo que sus sillas hechas de planchas de metal sean cómodas (lo son: lo constatamos in situ) o que sus piezas se vendan por cientos de miles de euros en casas de subastas al mismo nivel que obras de arte contemporáneo. Al parecer, a algunos de sus compañeros les irrita la facilidad con la que salta de un campo a otro. Él lo ve como un pequeño triunfo. “Cuando me nombraron miembro de la Real Academia del Arte Británica fui a una fiesta en casa del escultor Anthony Gormley. Todos los artistas presentes me felicitaron. También andaba por ahí un arquitecto que tiene casa en A Coruña [el británico David Chipperfield] que se sorprendió muchísimo. Él querría que se me considerase un artista, no un arquitecto”.
Aunque algunos de sus mejores amigos son arquitectos, en su estudio los que se dedican a los edificios están confinados en la planta de abajo. “Son responsables: cuando empiezan a trabajar ya están pensando en las restricciones. Yo, en cambio, soy el irresponsable, el que dice: ‘Que le den a las normas”.
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