De vuelta al campo
Les llaman neocampesinos, ex urbanitas que se autoabastecen con lo que producen
Como el sector de la construcción se derrumbó, Mariano Pérez se fue al campo. Hijo de español y uruguaya, nacido en Ecuador, criado en Brasil y Uruguay, trabajaba en Barcelona. Está casado con una catalana. Su peripecia vital, quién lo iba a decir, termina ahora que tiene 53 años en un pueblecito cacereño amurallado de un millar de habitantes, Galisteo, donde con su mujer, su hija y la abuela, vive de cultivar la tierra. Es uno de los llamados neocampesinos, que dejan el mundo urbano para buscarse el sustento en el campo.
Desde hace tres años tratan de ser autosuficientes: obtuvieron dos hectáreas en alquiler del ayuntamiento, tienen un pozo y placas solares, y una vieja furgoneta para llevar a Madrid sus productos: todo tipo de hortalizas, cultivadas al modo agroecológico, que reparten a grupos de consumo, también alfalfa para los animales. “Este es un trabajo muy esforzado”, dice Pérez, “pero vivir en el campo es maravilloso, sin los dolores de cabeza y el estrés de la ciudad”. Trabajan desde la madrugada hasta media mañana, cuando más aprieta el sol. Luego comen, respetan la siesta, y vuelven a trabajar. “A veces hasta medianoche”, dice el agricultor. Mantienen a fieles a sus primeros clientes, pero han cuadruplicado su número. Suenan satisfechos.
Según recientes estimaciones de la plataforma Madrid Agroecológico, en 2015 hay más de mil nuevos pequeños agricultores y ganaderos informales produciendo en la Comunidad de Madrid, bastantes más que los profesionales dados de alta en la Seguridad Social. Muchos de ellos son menores de 40 años y en situación de desempleo o riesgo de exclusión social, no son propietarios de tierras agrícolas y provienen de la cultura urbana y de servicios. La plataforma pide a Ayuntamientos y Comunidades Autónomas apoyo para este colectivo: es necesaria formación agroecológica y disponibilidad de tierras para cultivar (el viejo lema sigue vigente: la tierra para el que la trabaja). Además creen que protegiendo y aumentando el suelo agrícola periurbano las ciudades podrían autoabastecerse en mayor medida. Los circuitos cortos de consumo, con consumidores y productores locales, crean empleo y fomentan una alimentación más saludable, según defienden.
Venta directa
Ha habido tres fases recientes de movimientos de la ciudad al campo, de neorruralismo, según explica el consultor agrícola Franco Llobera. La primera ocurrió en los años setenta y ochenta del pasado siglo, cuando jóvenes idealistas y desencantados formaron comunas agrarias. De 1990 a 2010 se ven movimientos que incluyen los agrícolas, pero también aquellos enfocados a levantar empresas de turismo rural. La actividad agraria y ganadera pierde peso. Se ve también un despoblamiento de las zonas rurales del centro y norte de la península. Pero a partir de 2010, con el azote de la crisis y el paro por las nubes, se vuelve al campo en busca del sustento, al tiempo que disminuyen las ayudas públicas y el crédito privado. El regreso al campo se produce en condiciones de precariedad y florece la agroecología y la venta directa y basada en la confianza, en mercados o a grupos de consumo establecidos en las ciudades.
Muchos son desempleados menores de 40 años y provienen de la cultura urbana
“Tenemos que volver aprender, recuperar el conocimientos de los abuelos de los pueblos”, dice Llobera. “Hoy en día casi nadie sabe llevar una huerta diversificada”. La industria agrícola se dedica al monocultivo en grandes extensiones de terrenos, pero estos neocampesinos se ven obligados a dedicar su pequeña huerta a diferentes productos en diferentes temporadas para poder tener algo que ofrecer todo el año y así lograr subsistir.
Esto es lo que más le cuesta a Luis Muñoz, de 32 años, que cultiva en Herrera del Duque, Badajoz, donde ha montado la empresa El Valle Ecológico, con tienda online. “Para vender a grupos de consumo con el sistema de cestas tienes que tener mucha variedad, y eso multiplica el trabajo”, dice. “Además tengo que cultivar sin pesticidas ni herbicidas y solo usar abonos naturales, como estiércol o compost”. Muñoz trabajaba en la oficina de turismo del pueblo, pero estar ocho horas sentado no era para él, que, además, había estudiado para técnico forestal. “Lo mío es estar en la naturaleza, esto va con mis valores, y con lo que mi abuelo me enseñó en la huerta”, afirma. Además de a grupos, vende en Mercamadrid y en algunas tiendas.
Guillermo Fernández, 34 años, trabajaba como carpintero de aluminio en Talavera de la Reina, luego tuvo que dedicarse a recoger chatarra, pero ahora se ha establecido en su pueblo natal, Tiétar, Cáceres. Su padre tenía una tierra en la que cultivaba tabaco que ahora él aprovecha para plantar hortalizas y albergar un invernadero. Empezó con 10 clientes y ahora tiene 50. Su experiencia es positiva. “Ingreso más que como carpintero y emocionalmente he ganado mucho como persona, antes había muchas cosas que no valoraba. Aunque, eso sí, tengo algo de estrés”, reconoce.
Dificultades
Estos movimientos son cambios cualitativos que han significado un avance importante, pero para Daniel López, experto en agroecología y autor del libro Producir alimentos, reproducir comunidad (Libros en acción), cuantitativamente resultan mínimos. “Hay movimientos al campo, pero pocos destinados a la actividad agraria”, dice, “lo que hay es más simbólico que real”. Lo achaca a las enormes dificultades que tiene establecerse en el campo para iniciar una actividad económica: es difícil acceder a una tierra, aunque algunos ayuntamientos intenten encontrar terrenos para estas actividades, además el precio del suelo en algunas zonas ha aumentado por culpa del turismo rural. Las normativas higiénicas y sanitarias están pensadas para grandes explotaciones y los impuestos son altos. Y falta la formación. “La inversión necesaria para establecerse es muy alta y hay mucha rotación, gente que aguanta hasta que se le acaban los ahorros y luego lo deja”, explica López. Queda mucho por recorrer.
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