En dirección contraria
Los que no conducimos somos juzgados por el resto, como si escondiésemos más razones que la de no querer vivir limitados por una máquina ruidosa y humeante
Cada vez que las circunstancias me obligan a confesar que no tengo carnet de conducir, sé que primero oiré una exclamación de sorpresa y que luego me pedirán la razón de un hecho al parecer tan insólito. Que esté acostumbrado no quiere decir, sin embargo, que lo considere normal. De hecho, lo extraordinario a mi modo de ver es la convicción, más o menos compartida por todos los que conducen, de que no hacerlo es una limitación. ¿Es que acaso no es mayor servidumbre atarse a una máquina ruidosa que escupe humo y que, para colmo, exige una cantidad inacabable de dinero?
A los conductores les cuesta entender que quienes no conducimos estemos conformes con nuestra condición. Por eso, en cuanto pueden, se ofrecen como chóferes. Hay muchas ocasiones en que la ganancia es considerable. Llegar a ciertos sitios apartados, sobre todo si carecemos de tiempo, puede ser una tarea ímproba o directamente imposible en transporte público. No obstante, renunciaría sin trauma al privilegio de conocerlos si a cambio nunca jamás vuelvo a sentir la desesperación que me invade cuando, tras haber aceptado la invitación de un amigo para llevarme, por ejemplo, a una fiesta, nos pasamos una eternidad buscando aparcamiento o perdidos en circunvalaciones y rotondas. Creo que si pudiera hacer recuento de las veces que he llegado tarde, ganarían aquellas en las que acudía en el coche de alguien.
Llegar a un sitio en coche no tiene mérito. Lo loable es hacerlo sin él. Y juro que se puede
No conducir obliga a ser ordenado, a planificar y a aceptar que hay cosas que no pueden hacerse. El conductor, en cambio, es por naturaleza más osado, y eso le lleva a querer abarcar demasiado. A la hora de salir suele apurar el tiempo hasta el límite y cualquier viaje de placer lo convierte fácilmente en una estresante sucesión de metas. Como siempre le es posible llegar a un sitio más, muy a menudo no sabe hurtarse a la tentación. La carretera es su hábitat, y el coche, una cápsula atemporal que lo aísla del verdadero rumor del viaje.
Si la compañía es buena y se trata solo de cubrir una distancia entre dos puntos alejados, me gusta viajar en coche y soy un copiloto considerado porque no molesto a quien lleva el volante. Ni sugiero rutas, pues no las conozco; ni me atrevo a dar consejos –sería absurdo–; ni se me ocurre mostrar impaciencia cuando surgen contratiempos. Me dejo llevar con la docilidad de un subordinado, atento a entretener y a cumplir con lo que me pidan. Si de lo que se trata, en cambio, es de viajar de verdad, de transitar por lugares nuevos, de viajar conociendo, no hay buena compañía que me disuada de preferir, incluso, mis propias piernas. Llegar a cualquier sitio en coche no tiene mérito. Lo realmente loable es hacerlo sin él. Y juro que se puede. Sin coche he viajado por numerosos lugares, desde las Highlands de Escocia hasta India, Kenia o México. Basta con estar abierto a tomar cualquier medio de transporte alternativo –cualquiera– y no considerar un problema esperar los enlaces pertinentes tanto como se requiera o caminar, cuando sea necesario, por el arcén de una carretera. Si no un refrigerio –y eso también es subsanable–, siempre pueden encontrarse una sombra, cosas que observar y pensamientos en los que abismarse.
En los veranos, que desde hace años paso en la Costa da Morte, echo de menos algunas playas a las que no puedo ir a menudo porque están muy aisladas. Pero son pocas. A la inmensa mayoría llego provisto de un horario detallado de los autobuses de línea que conectan los distintos pueblos. Estoy el tiempo exacto que me dicta el horario y regreso sin remordimientos, todo lo más con una dulce melancolía entreverada de orgullo. A veces los conductores de los autobuses no te ven o van tan deprisa que prefieren pasar de largo. Los imprevistos acechan en cada curva. Recuerdo una vez en que, para alcanzar de madrugada el aeropuerto de Valencia desde una villa costera de Alicante, no me quedó otro remedio que aceptar la invitación de un transportista de pescado que me hizo sitio en su furgoneta. Tras ponerme al tanto prolijamente de su infelicidad matrimonial, me dejó en Mercavalencia, entre cajas de salmonetes, sin muchas nociones de dónde me encontraba y sin otro recurso –ahora sí– que llamar a un taxi.
Los taxis son el ángel de la guarda del no conductor. En épocas de bonanza los he usado con liberalidad y en épocas de escasez los he racionado; ni me duele cogerlos, ni entiendo el selectivo puritanismo de quienes, no escatimando gastos para sus coches, lo consideran un dispendio solo justificable en caso de necesidad. Cualquiera que haya parado tres veces a un taxi ante su trabajo o el colegio de sus hijos sabe cuán prejuiciosamente te retrata el gesto de alzar la mano.
Y es que, así como los conductores no se ven en la obligación de explicarse como tales, de los que no lo somos –ya lo dije– no dejan de sospecharse razones ocultas. Como soy escritor, a menudo he sentido que se me atribuía cierto decadentismo bohemio o cierta pose, cierta torpeza para lo práctico o incluso cierto reparo de raíz ideológica. Cuando alguien se muestra demasiado insistente, suelo salir del paso echando la culpa a mi padre, que prometió pagarme el carnet cuando cumpliera 18 años y nunca lo hizo. Al margen de que en el contexto de mi juvenil lucha con él tal vez sí influyera mi testarudo empeño en que fuera fiel a su promesa, lo cierto es que tampoco fue esa la razón. Supongo, simplemente, que en un principio no encontré el momento de matricularme en una autoescuela y que luego mi vida se conformó de tal manera que poseer un coche no me ha sido hasta ahora necesario. Por si acaso, he decidido que, si puedo eludirlo, no cometeré el mismo error con mi hijo. Al menos así le evitaré la trivial pero engorrosa pregunta de por qué no conduce.
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