Islas
No hay nada comparable a esa emoción, al triunfo que envuelve cada naufragio
Mírenle a los ojos. Bajo la sombra de un árbol, desde el quiosco del bulevar o en la foto de la solapa de su último libro, miren a un escritor, a una escritora a los ojos. Aunque parezcan tranquilos, no lo están. Aunque parezcan distraídos, les están esperando. Los objetos que se extienden ante ellos, los que colonizan los mostradores donde no firma ningún autor, son mucho más que unos centenares de hojas de papel impresas y encuadernadas. Cada uno es un punto en el mapa universal del conocimiento, de las emociones humanas. Cada uno, al nacer, ha fundado una isla desierta, con sus playas y montañas, sus llanuras y precipicios, sus glaciares o sus volcanes, un territorio nuevo pero deshabitado, un mundo flamante y vacío, una realidad incompleta, que existe y no existe a la vez. Cada lector que mira su portada, rema unos metros hacia la orilla. Mirar la contracubierta, ojear el texto, calcular el precio, acortan la distancia del milagro. Cuando un libro llega a una casa dentro de una bolsa, ha pasado todo y no ha pasado nada todavía. Su autor lo sabe, y si pudiera asistir al primer encuentro entre el lector y su obra, contendría la respiración, cruzaría los dedos, cerraría los ojos. Al volver a abrirlos, con suerte distinguirá alguna clase de habitáculo, muros hechos con troncos, restos de una hoguera en la arena aplanada, un toldo improvisado con las hojas de una palmera. Eso significa que un lector ha decidido habitar su libro, mudarse a su interior, vivir una vida nueva, una vida más, la que alienta en las páginas recién estrenadas. No hay nada comparable a esa emoción, al triunfo que envuelve cada naufragio. Esta semana, España se llena de libros. Miren a un escritor a los ojos y adivinen qué isla se divisa en sus pupilas.
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