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Rayos y centellas
Columna
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El rock de la mediana edad

Anímate. Hay un antídoto para ti. Todavía queda un rockero que te hará sentir digno. Y se llama Nick Cave

Pep Montserrat

Sí. Has llegado a los cuarenta años. Primero, superaste la edad de las modelos de pasarela. Luego, dejaste atrás a los futbolistas. Ahora, hasta los presidentes de algunos países son menores que tú.

Las señales del cambio se han ido sumando, lentas pero implacables: dejaste de verte bien con aquella camiseta llena de huecos. Creías estarte ligando a aquella chica del bar hasta que te dijo: “Me encanta su camisa, señor, mi padre tiene una igual”. Te compraste unas zapatillas deportivas dignas de Usain Bolt, y las usaste con tanto énfasis que te lastimaste la rodilla. Dejaste de fumar a escondidas de tus padres… para fumar a escondidas de tus hijos.

Te gusta creer que eres hipster, lo cual suena como estar de moda, y compras hamburguesas vegetales. La verdad es que son más fáciles de digerir que las otras. Bebes cervezas artesanales porque no te cabe más de una. Hermano: no es que hayas sentado cabeza: es que ya no te da el cuerpo.

Y sin embargo, lo peor de todo es el rock.

Admítelo, chico, se acabó. Fuiste un rebelde que bailaba dando saltos… a finales del siglo pasado. Hoy, las radios que escuchas se llaman “del recuerdo”. U2 es un producto que viene de regalo con el teléfono, como una vajilla. Y grunge es el ruido de la lavadora cuando se estropea. Lees Rolling Stone tratando de ignorar las canas y las barrigas de tus favoritos. Pero no puedes cerrar los ojos: los grupos que te gustan ya no llegan: regresan.

Tranquilo. No temas. Recoge los pedazos de tu orgullo de ese suelo lleno de fango. Anímate. Hay un antídoto para ti. Todavía queda un rockero que te hará sentir digno. Y se llama Nick Cave.

Cuando era joven, Nick Cave se pasaba tanto tiempo drogado que, por las mañanas, asistía a misa para compensar un poco sus pecados. Después lideró Birthday Party, el grupo más violento de los ochenta. Sus shows incluían miembros del público orinando desde el escenario, y su existencia marcó una larga temporada de excesos, hoy en su mayor parte desaparecida de la memoria de su líder.

Luego llegó el tiempo y arrasó con todo, como un huracán, y Cave tuvo que responder a la misma pregunta que te haces tú cada vez que te despiertas con resaca por haber bebido dos copas en vez de una: “¿Cómo sobrevivir a esa masacre?”.

Y se respondió: “Con elegancia”.

Vestido con un traje color ala de cuervo, luciendo camisas hechas a medida de su interminable cuello, Nick Cave es capaz de mezclar la energía nocturna del rock con la presencia escénica de un gato negro. Sus baladas asesinas, más que gustar, sobrecogen. Y si te lo encuentras por la calle, con su peinado casco de Darth Vader, sentirás miedo, pero no el que produce un yonqui con un cúter, sino el que inspira el mismo Satanás.

Con la edad, Cave se ha transformado en un artista total. Solo por mencionar lo que ha llegado a España este año, ha protagonizado el documental 20.000 días en la tierra y publicado La canción de la bolsa para el mareo (Sexto Piso), ambos una mezcla de memorias, reflexiones sobre la creación y poesía de terror.

Bajo esa apariencia fría y distante de tenerlo todo bajo control, Nick Cave no teme ser honesto. Incluso vulnerable. En su libro admite que se tiñe el pelo y a veces necesita esteroides para subir al escenario. Echa de menos a su mujer y confiesa sus ataques de llanto, sus dudas sobre el sentido del arte y sus masturbaciones en hoteles. Es un ser humano. Es real.

Mientras escribo estas líneas, me preparo para el concierto de Nick Cave en Barcelona, al que iré con mis amigos cuarentones. Hemos fingido que nos molesta asistir sentados (“¡yo quería bailar!”, ja). Hemos cepillado nuestras chaquetas oscuras, que, por un día, no parecerán de funcionarios. Y, por supuesto, todos cantaremos Red Right Hand felices, sabiendo que, no importa cuántos años pasen, siempre quedará un rockero para hacernos sentir interesantes.

@twitroncagliolo

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