La nostalgia de los Plómez
Una asociación no lucrativa, fundada por un grupo de amigos, mantiene viva la llama de la impresión tradicional
Tal vez porque el porvenir no es demasiado luminoso y porque los espejismos de la tecnología ya van dejando ver sus grietas, cada vez hay más gente que mira con misticismo las arcadias perdidas del pasado. El espíritu vintage está de moda. Lo que se fue para siempre, reverdece ahora.
El disco de vinilo es el icono más característico de este renacimiento nostálgico. Muchos expertos –o sabiondos– aseguran que la calidad del sonido de un microsurco es mucho más cálida y emotiva que la de un bit digital. Por esa razón científica o por alguna otra razón más quijotesca, las ventas de discos de vinilo no han dejado de crecer exuberantemente en los últimos años.
Regresan los sastres y aumenta el negocio de la camisería a medida. Los nuevos agricultores recuperan métodos ancestrales para purificar la calidad de los productos. Y a pesar del auge de Ikea, los ebanistas no conocen el desempleo.
Hace tres años, un grupo de amigos con ese espíritu vintage decidió fundar una asociación sin ánimo de lucro –La Familia Plómez– que mantuviera viva la llama de la impresión tradicional, esa que se hacía componiendo cada página letra a letra con tipos de plomo y golpeando luego las cajas entintadas contra el papel. El oficio de cajista, uno de los más románticos y aburridos que hayan existido nunca, consistía en ir formando las palabras, las frases, los párrafos mediante la alineación de esas diminutas piezas metálicas. Un trabajo microscópico y desesperante que, además, había que deshacer después de la impresión para volver a usar las letras en otras páginas.
Nos dedicamos a dar conferencias, cursos y talleres y a hacer solo trabajos que nos gustan y nos divierten”
Nicolás García, uno de los Plómez, nos enseña a la editora Belén Bermejo y a mí el local de la asociación, en el barrio madrileño de La Latina. Es un espacio que recrea el ambiente polvoriento y novelesco de las viejas imprentas. Las paredes están llenas de carteles, y el mobiliario, comprado casi en su totalidad por 12.000 euros a una imprenta que cerraba, está compuesto por cajones delgados en los que se amontonan las piezas de plomo. “Es el único sitio de los que yo conozco donde se puede todavía tocar una letra”, dice García. “Así nació todo, del amor por la letra, por la tipografía”.
Belén Bermejo, que se siente allí en la gloria, tocando y observando todo, es casi más papista que los Plómez: “Ya casi nadie sabe lo que significa tipos móviles, linotipia, moldes, etcétera. La propuesta de los Plómez no solo afecta a la impresión, sino a otros oficios unidos a ella, desde pendolistas o calígrafos hasta tipógrafos”.
Las máquinas, aparatosas y mecánicas, dejaron de usarse con la llegada del offset en los años ochenta. Nicolás nos hace una demostración con una de ellas y nos asusta un poco: no resultaba difícil perder una mano en el proceso de impresión si uno se descuidaba ligeramente. Los resultados, sin embargo, no solo huelen a tinta, sino a paraíso perdido. “En la edición de ahora yo echo de menos el buen papel, los volúmenes cosidos, los libros que resistían el paso del tiempo y el mimo por la tipografía. Todo lo que está aquí”, dice Belén.
Nicolás asegura que no se ha hecho más sabio con los Plómez, pero que las satisfacciones que le da esa familia son inacabables. “Nos dedicamos a dar conferencias, cursos y talleres y a hacer solo trabajos que nos gustan y nos divierten”. Le pido que escoja uno de esos trabajos y duda mucho. Al final menciona cuatro, entre ellos uno con mucha repercusión en las redes sociales que reproduce limpiamente una frase anónima: “Cuando mueres no sabes que estás muerto, no sufres, pero es duro para el resto. Lo mismo pasa cuando eres imbécil”.
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