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América Latina: la desigualdad que no cesa

<span >Favela en la ciudad de Río de Janeiro</span>
Favela en la ciudad de Río de Janeiro

Por Juan Pablo Pérez Sáinz, investigador de FLACSO, Costa Rica

La persistencia de las desigualdades en América Latina, 2

 

¿Tenemos la mirada adecuada sobre las desigualdades?

Es un lugar común afirmar que América Latina es la región más desigual del planeta. Pero no se trata de cualquier desigualdad, es la desigualdad de ingresos la que otorga a nuestra región ese más que dudoso privilegio. Suele medirse a través del coeficiente de Gini referido al ingreso de los hogares en los respectivos países. Es de esta manera que se ha construido el imaginario sobre desigualdades en la región. Pero, cabe preguntarse ¿tenemos una mirada adecuada sobre el fenómeno de las desigualdades de ingreso en la región?

Aplicar el coeficiente de Gini parece congruente con la naturaleza de la desigualdad pues refleja un juego de suma cero. Lo que gana un decil o varios deciles lo pierden otro u otros deciles. El problema es lo que mide: el ingreso del hogar. Aquí surgen varios inconvenientes. Primero, al focalizarse en el hogar se está observando la redistribución. O sea, ya ha habido una distribución previa que se da por buena y que acaece en ciertos mercados cuya naturaleza veremos más adelante. Implícito está el argumento que las “fuerzas del mercado” han actuado virtuosamente y, de esta manera, no se discute la distribución primaria que acaba siendo aceptada como natural. Segundo, el ingreso es un resultado y, por tanto, no nos enfocamos sobre las causas de las desigualdades; nos arriesgamos así a tener una compresión superficial del fenómeno. Y tercero, en tanto que los hogares se entienden como agregados de individuos, se trata de desigualdades entre individuos.

Además hay otro inconveniente: dentro de estos individuos, debido a la fuente de información utilizada (las encuestas de hogares), no se captan a los miembros de las élites, los que detentan el poder. Incorporarlos es la gran contribución a la comprensión de la desigualdad que hace Thomas Piketty, en su afamado libro, cuando plantea trabajar con datos fiscales referidos a los impuestos. Así, tomando los ejemplos latinoamericanos de su texto, el 1% más rico de Argentina controló un poco menos de un 20% de la riqueza de ese país durante la primera década del presente siglo. Ese mismo percentil acaparó un poco más del 20% en Colombia. Utilizando la misma metodología, tres economistas de la Universidad de Chile, Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutiérrez, han estimado, a partir de las declaraciones de impuestos, la concentración de la riqueza en su país. El 1% más rico se ha apropiado, en promedio, del 30,5% del ingreso total del país durante el período 2005-2010. Pero, en términos de desigualdades de ingresos entre hogares, se nos viene diciendo que las inequidades están descendiendo en nuestra región. No parece que sea así en todos los países.

Es obvio que debemos intentar otras miradas. Por el momento, la de Piketty, independientemente de coincidir o no con sus premisas analíticas, no es factible ya que son muy pocos los países de la región donde se puede acceder a información de impuestos. Pero, hay alternativas.

Otra mirada que privilegia los procesos de empoderamiento de los de arriba (las élites) y el desempoderamiento de los de abajo (los subalternos)

Hay que desplazar la mirada a la distribución porque ahí se reparte la torta y no las migajas como pasa en la redistribución. Centrarse en la distribución supone mirar a los mercados básicos que son donde se intercambian los recursos básicos de la sociedad: el trabajo, el capital, la tierra (o en un sentido más amplio, la naturaleza) y, más recientemente, el conocimiento. Pero lo que está en juego en esos mercados es algo mucho más importante: se están definiendo las condiciones de generación y de apropiación del excedente económico.

Hablar de excedente, es hablar de pugna sobre su generación y apropiación y en esa pugna no sólo inciden los individuos sino también categorías opuestas en pares (de género, étnicos, de raza, territoriales, etc.) y, sobre todo, clase sociales.

Vemos, por tanto, que nos hemos movido desde las desigualdades de ingresos entre los individuos a la pugna por el excedente entre clases sociales, entre pares categóricos de distinta naturaleza y también entre individuos. Hemos operado un giro que, si bien no es copernicano, es lo suficientemente radical. A ello ha contribuido el imprescindible texto de Charles Tilly, Durable Inequality. En nuestra opinión la propuesta analítica sobre desigualdades más importante de las últimas décadas y que ha rescatado la tradición radical de estirpe rousseauniana. Este autor nos señala el camino a seguir para analizar el excedente. Tenemos que diferenciar sus dos formas de generación: la explotación y el acaparamiento de oportunidades. Términos que nos remiten, respectivamente, a dos clásicos del pensamiento social: Karl Marx y Max Weber.

Es desde estas premisas que se puede proyectar otro tipo de mirada a las desigualdades en América Latina. Veamos que nos revela esta nueva perspectiva.

Mercados de trabajo signados por la precarización

Para reflexionar sobre la primera modalidad de generación de excedente, o sea sobre las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo, debemos mirar a los mercados de trabajo. Y al respecto, lo importante es señalar que la pugna por el excedente se da en términos de la oposición entre trabajo y empleo, entendiendo a este último y recurriendo a la conocida distinción de Robert Castel, como trabajo con estatuto de garantías no mercantiles o, si se quiere, sociales. Así, cuando en el mercado laboral lo que predomina es la creación de trabajo, se está ante un campo de desigualdad signado por una gran asimetría a favor del capital. Por el contrario, cuando predomina la generación de empleo, ya que los trabajadores han logrado imponer reivindicaciones, la asimetría se ha relativizado.

La imposición de los procesos de ajuste estructural en América Latina, que siguió a la década pérdida de los años 1980, conllevó la crisis del empleo formal, gestado en las décadas precedentes, y las relaciones asalariadas se empezaron a configurar en términos de precariedad. Este es el fenómeno clave a considerar. ¿En qué consiste?

Minor Mora Salas, de El Colegio de México, nos ha sugerido priorizar tres aspectos de este complejo fenómeno. El primero tiene que ver con la desregulación de normas laborales del período previo asociadas, justamente, al empleo formal. En la década de los años 1990 hubo interpretaciones opuestas al respecto: el Banco Mundial postulaba que los mercados laborales latinoamericanos se caracterizaban aún por su rigidez (término peyorativo) y pedía más flexibilidad (término lisonjero) y remitía, como ejemplos a seguir, al Chile pinochetista y al Perú fujimorista; por otro lado, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) argumentaba que los cambios legales habían sido numerosos y se habían dado en la mayoría de los países por lo que las reformas laborales se habían generalizado en la región.

Pero, independientemente, de la desregulación en términos normativos hay un segundo aspecto que tiene que ver con las estrategias de reestructuración de las empresas y que nos habla de algo más importante: una desregulación de facto. México es un caso interesante al respecto. Hasta la reforma laboral de fines de 2012, este país tenía una legislación protectora pero numerosos estudios sobre relaciones laborales, a nivel micro de empresas, mostraban de manera fehaciente que existía desregulación de facto. Estrategias de flexibilización laboral que se han impuesto de manera unilateral a los trabajadores o externalización de actividades que son, posteriormente subcontratadas a través de distintos mecanismos de subcontratación o intermediación laboral (con empresas pequeñas o trabajadores independientes, con agencias de intermediación laboral o incluso con cooperativas de trabajadores), muestran que las estrategias del capital en la región para implementar la desregulación de facto son múltiples.

Un tercer aspecto a considerar es la crisis del sindicalismo. Kenneth Roberts ha estimado que la tasa de sindicalización (porcentaje de sindicalizados sobre total de asalariados) en la región ha descendido de un 22,9% ante de los años 1980, al 10,7% en 2005. Esto supone que las negociaciones laborales, si es que acaecen, tienden a individualizarse o en el mejor de los casos se hacen a nivel de empresa lo que implica, en ciertas situaciones, que los sindicatos se pliegan a las exigencias empresariales ya que lo prioritario es mantener el puesto de trabajo.

Por consiguiente, los mercados laborales de la región tienden a mostrar relaciones asimétricas a favor del capital y en contra de los trabajadores. Con algunos de los gobiernos denominado “posneoliberales”, en Argentina, en Uruguay y, sobre todo, en Brasil se han dado tendencias hacia la desprecarización. Pero, en términos generales de la región, se puede decir que el trabajo predomina sobre el empleo y así se reproducen mecanismos de desigualdad profunda.

Globalización o exclusión social

Regresando a Charles Tilly, la segunda forma de generación de excedente tiene que ver con el acaparamiento de oportunidades que, en este caso, son oportunidades de acumulación. Aquí entran en juego los otros mercados básicos, el de capitales y seguros, el de la tierra, que se proyecta hacia los territorios incluyendo el subsuelo, y el del conocimiento, recurso clave en la actual globalización. En este caso la pugna es entre el cierre y la apertura. Cuando cualquiera de estos mercados se caracteriza por el cierre, ya que unos pocos propietarios de medios de producción acaparan las principales oportunidades de acumulación, se está ante una situación de clara asimetría generadora de desigualdades profundas. Esa asimetría se puede relativizar si se dan procesos de apertura que permiten a más propietarios participar de tales oportunidades.

La actual globalización ha impuesto condiciones más exigentes para acumular y, por tanto, ha acentuado las tendencias al cierre. El conocimiento no es accesible a todos y se protege con patentes que suelen beneficiar a las grandes empresas multinacionales. Se han constituido, finalmente, mercados de capitales en la región pero el financiamiento se ha estratificado. Los pequeños propietarios sólo tienen acceso al microcrédito cuyos montos exiguos y altos intereses se complementan con la retórica del “emprendedurismo”. Y la tierra y la naturaleza se han visto en los últimos tiempos sometidas a una auténtica ofensiva que recuerda a la que acaeció en el siglo XIX sobre las tierras de las comunidades, especialmente las indígenas. Por un lado, hay procesos rampantes de extranjerización de tierras similares a los que ocurren en el África Oriental. Por otro lado, la región ha vuelto a una reprimarización de sus economías que ha supuesto el surgimiento de un nuevo extractivismo que, como certeramente señala Eduardo Gudynas, está redefiniendo la geografía de los países. Estas tendencias de reprimarización y neoextractivismo no son cuestionadas por los gobiernos “posneoliberales”.

De esta manera, se ha generado un polo globalizador al cual acceden pocos. Su reverso es un polo de exclusión social sobre el que queremos hacer unas breves reflexiones.

El polo de exclusión social lo alimentan aquellos que en los mercados básicos sufren desempoderamiento profundo: los desempleados intermitentes, un fenómeno novedoso en la región; los asalariados sometidos a una precarización extrema; y lo que se puede denominar una masa marginal, recuperando el término que José Nun acuñó a fines de los años 1960. Esta masa marginal está constituida por una población afuncional que para la globalización resulta redundante tanto en términos de trabajo como de consumo y, por tanto, prescindible.

Desde el mundo de la exclusión social han surgido respuestas colectivas importantes en la región. El Movimiento Sin Tierra en Brasil o los piqueteros (más allá de su cooptación política) en Argentina son ejemplos de este tipo de repuestas que se extienden por todas las latitudes de Latinoamérica. Pero también hay otros tipos de respuestas que han generado dinámicas que muestran, probablemente, la cara más sórdida de las desigualdades gestadas en este contexto de globalización. Nos vamos a referir a dos.

La primera respuesta tiene que ver con el drama de la emigración, no sólo a los países del Norte. Varios documentales sobre el tránsito de migrantes, especialmente centroamericanos a través de México para llegar a la frontera con los Estados Unidos, muestran con crudeza ese dramatismo. Pero, la importancia que ha adquirido el flujo de remesas en la región, y en especial en ciertos países, ha conllevado un cambio radical de la representación de los emigrantes. Esto ha supuesto que estos han pasado de ser los “perdedores del ajuste”, que tuvieron abandonar su país, a los nuevos “héroes globalizadores” que envían remesas. Esta transmutación, en la que el discurso del poder ha hecho gala de su cinismo innato, ha supuesto su reincorporación a la sociedad por la puerta grande de la sociedad.

La segunda es más temida socialmente: la transgresión delictiva. La generalización de la violencia ha erigido al tema de la seguridad ciudadana en una preocupación primordial de la sociedad en América Latina. La no obtención de ingresos laborales suficientes, debido a la precarización salarial, conjuntamente con la exposición al consumismo innato a la globalización, lleva a prácticas delictivas donde la trasgresión es considerada legítima. También el abandono del Estado de territorios, por los procesos de ajuste estructural, ha llevado al surgimiento de actores que acaban monopolizando la violencia. Este es el caso de pandillas juveniles en barrios marginales urbanos como los combos en Colombia o las temidas maras del triángulo norte de Centroamérica. Pero también, el abandono de regiones de colonización agraria de las décadas de los años 1960 y 1970 ha permitido el surgimiento del narcotráfico. En este caso hay regreso a la sociedad pero no por la puerta grande como los migrantes con sus remesas, sino horadando los cimientos de la propia sociedad.

Por lo tanto, como ha sido una constante en la historia de la región, con la globalización las verdaderas oportunidades de acumulación siguen estando en manos de unos pocos reproduciendo así otro mecanismo básico de generación de desigualdades profundas.

¿Qué tipo de ciudadanía social ha gestado el neoliberalismo en América Latina?

Hasta aquí hemos observado asimetrías profundas entre clases sociales. Pero las dinámicas individuales también juegan y si son lo suficientemente sólidas puede relativizar esas asimetrías. Para ello se necesita ciudadanía y, en concreto la ciudadanía social.

En América Latina durante ese período que llamamos de modernización nacional, gestado a partir de la crisis de los años 1930 y que concluyó con otra crisis, la de los años 1980, la ciudadanía social comenzó a desarrollarse a partir de sus dos pilares básicos: la educación y la salud. No obstante, este segundo se articuló a un tercer pilar, el de las pensiones, con el desarrollo de los sistemas de seguridad social. Esta se constituyó la piedra angular del empleo formal pero tuvo limitaciones: fue importante en los países de modernización temprana (los del Cono Sur) o rápida (Brasil, Colombia y México); excluyó a la población rural; y no benefició a todos los pobladores urbanos. Es decir, la ciudadanía social no tuvo alcance universal.

Esto no implica que no hubiera procesos significativos de movilidad social. Estos se reflejaron en lo que se puede denominar la “utopía del buen migrante”: se escapaba de la miseria del campo, migrando a la ciudad para obtener algún trabajo informal e invertir en la educación de los hijos con la esperanza que ellos accedieran al empleo formal. Si esto se lograba, dentro de un mismo hogar y en el lapso de dos generaciones se podía transitar de la exclusión a la inclusión. Esas décadas, previas a la crisis de los años 1980, representaron un momento rousseauniano para la región en el que las desigualdades se relativizaron. Este proceso no fue ajeno al surgimiento de regímenes populistas pero tampoco se limitó a ellos.

El advenimiento de un orden neoliberal en la región ha supuesto una metamorfosis profunda de esa ciudadanía social a partir de tres transformaciones.

La primera ha sido la mercantilización de la seguridad social en sus dos componentes. Por un lado, se han dado procesos de privatización del sistema de salud que ha profundizado su estratificación previa: salud privada para las élites (que muchas veces se hacen atender en clínicas privadas de los Estados Unidos) y sectores medios/altos; seguridad social para sectores medios; y salud pública deteriorada para los sectores subalternos. Aprovechemos para mencionar que también la educación se ha visto afectada por un rampante proceso de mercantilización de consecuencias nefastas tal como lo ha argumentado en este mismo blog recientemente Pablo Gentili. Por otro lado, las pensiones han tenido reformas drásticas, a partir del ejemplo chileno implementado durante el gobierno de Pinochet, logrando en algunos casos sustituir los principios tradicionales (prestación, reparto o capitalización parcial colectiva y administración pública) por nuevos criterios (cotización definida, régimen de capitalización plena individual y administración privada). De esta manera, el sistema de pensiones ha tendido a reproducir las desigualdades del mercado laboral como ha argumentado la voz más autorizada en la región sobre esta problemática, Carmelo Mesa-Lago.

Una segunda transformación ha tenido que ver con la invención de la “pobreza”, a partir del enfoque de necesidades básicas del Banco Mundial y su recepción en la región por parte de la CEPAL. Aclaremos que no estamos diciendo que no existen pobres en el sentido de personas con carencias importantes. Lo que argumentamos es el tratamiento de la problemática de las carencias que, desde los supuestos neoliberales, se hace de manera no relacional. O sea, los pobres no se definen respecto de los ricos y viceversa, sino en términos de estándares (sobre los cuales en la región hay una amplia discusión metodológica con propuestas para todos los gustos) establecidos por expertos. Esto implica que en el tratamiento de las carencias se evacua toda referencia al poder y al conflicto. Esto ha hecho que este tipo de enfoque sea tan políticamente correcto ya que ha conllevado la despolitización de la cuestión social. Pero, se ha inventado un actor no existente, los “pobres”, gestando así una ciudadanía social vacía. La ciudadanía social previa tenía, por el contrario, un sujeto bien configurado, los empleados formales, que se expresaban como actor sindical.

Finalmente se ha operado una deriva de lo social hacia el consumismo. Desplazando el locus de la ciudadanía social desde la empresa y el empleo al hogar y al consumo, se ha priorizado la redistribución sobre la distribución, como hemos señalado al inicio de este texto. Con esta deriva se ha dado la transición del individuo/ciudadano al individuo/consumidor. Una transición que se enmarca en la centralidad que ha adquirido el consumismo con la globalización en nuestras sociedades.

Por consiguiente, la deriva consumista implica que la ciudadanía social (neo)liberal no intenta neutralizar las desigualdades que emergen en las diferentes modalidades de la generación y apropiación de excedente económico. Para el (neo)liberalismo, la pertenencia a la sociedad pasa por el consumo y su exaltación a través del consumismo ya que este sería el hecho central de la sociedad y no la producción. Sólo con ciertos gobiernos “posneoliberales”, Bolivia, Ecuador y, especialmente, Venezuela con las denominada misiones, se ha revitalizado la ciudadanía social básica incorporando a la sociedad sectores subalternos que históricamente han estado excluidos. Justamente, la legitimidad de esos gobiernos radica, en gran medida, en este fenómeno.

La mirada hacia lo profundo: la persistencia de la inferiorización

Pero la mirada que hemos propuesto no ha finalizado aún su recorrido. Queda por visualizar las dinámicas más profundas y, probablemente, las más importantes en la generación de las desigualdades que estamos contemplando. A la base de los procesos de configuración de ciudadanía hay una cuestión clave que suele ignorarse al abordar las desigualdades: cómo la sociedad procesa sus diferencias.

Toda sociedad tiene que abordar diferencias de distinto tipo: de sexo, de cultura, de raza, de lugar, etc. Su procesamiento se puede hacer de diferentes maneras. El antropólogo Santiago Bastos, reflexionando sobre la cuestión étnica en Guatemala, ha identificado tres lógicas. La primera es la de la inferiorización en la que la categoría dominante (sea hombre, no indígena, blanco o lugareño) subordina a la subalterna (sea mujer, indígena, afrodescendiente o foráneo) de manera extrema invocando la naturalización de la diferencia. La lógica opuesta sería la del reconocimiento de la diferencia. Los subalternos logran hacerse reconocer equiparándose a los previamente dominantes. Y habría una lógica intermedia donde existiría una cierta hibridación entre los grupos. Normalmente no es producto de una mezcla consensuada sino más bien de una “oferta” del grupo dominante que logra -en cierto grado- asimilar a los otros grupos.

¿Por qué toda esta digresión es importante para entender las desigualdades? Porque cuando existe reconocimiento, las categorías (hombres y mujeres; no indígenas e indígenas; blancos y afrodescendientes; etc.) tienden a equiparase y una ciudadanía robusta es viable. Si, por el contrario, predomina la inferiorización o una asimilación no negociada (que en el fondo es una inferiorización implícita) las categorías de los pares se polarizan y es difícil constituir ciudadanía ya que no todos somos iguales porque las diferencias se transmutaron en desigualdades. De esta manera, se constituyen pares categóricos.

Pero, aún hay más. En este caso, las categorías subordinadas (mujeres, indígenas, afrodescendientes, etc.) de esos pares acceden a los mercados básicos de manera desventajosa. Pueden ser que no tengan acceso como ocurrió por largas décadas a mujeres de sectores medios y altos en términos de ingreso al mercado laboral o a la población afrodescendiente liberta en Brasil que fue marginada del auge de café en la región paulista en el último tercio del siglo XIX. Pueden ser que aunque accedan al mercado laboral se vean confinados en nichos laborales estigmatizados como les ha ocurrido a los indígenas que migraron a las ciudades y se vieron confinados a “oficios de indios”. O incluso, aunque superen este último tipo de segregación, puede ser que sufran discriminación como padecen, actualmente, la mayoría de mujeres o afrodescendientes profesionales. Es decir, las dinámicas de segregación y discriminación se acoplan a las desigualdades de clase reforzándolas.

En América Latina, los orígenes de la inferiorización remiten, en primer lugar, a un legado colonial. De ahí que estemos hablando de raíces profundas. Pero, las élites de las nuevas repúblicas reformularon ese legado definiendo el mundo en términos de la dicotomía civilización (ellos) versus barbarie (los otros). La ciudadanía social que surgió en el período de modernización nacional, la relativizó ya que la movilidad social que acaeció mostró que las fronteras de estos dos mundos no eran totalmente impermeables. Curiosamente, ha sido a fines del pasado siglo que se han manifestado las dinámicas más importantes de reconocimiento que ha experimentado históricamente la región y que han tenido como protagonistas dos sectores subalternos importantes: las mujeres con la “segunda ola” del feminismo y los indígenas.

Pero, si bien estos logros de reconocimiento no son despreciables, no hay que magnificarlos -en relación a los mercados básicos- por varias razones. La primera es que al ser resultado de luchas “desde abajo” (desde los grupos subalternos), las élites no las asumen plenamente. Segundo, como en el caso de la regulación laboral, una cosa es el reconocimiento plasmado en textos legales y otra es el desconocimiento (o sea, no reconocimiento) de facto. Tercero, las categorías (hombres y mujeres; no indígenas e indígenas; blancos y afrodescendientes; etc.) cuando tienden a equiparase, especialmente en el mercado de trabajo, lo suelen hacer “hacia abajo”. O sea, formulándolo en términos de género, no es tanto que las mujeres se empoderen sino son los hombres quienes se desempoderan. Este ha sido el caso con el cierre de brechas salariales en términos de raza y, sobre todo, en términos de género porque se han cerrado “hacia abajo” favoreciendo al capital. Cuarto, el reconocimiento puede llevar a la “autosegregación” de la categoría subordinada generando nuevas desigualdades. Así, han surgido ámbitos etnizados sólo accesibles a los indígenas. Finalmente, estos logros de reconocimiento se ven desvalorizados porque la globalización privilegia el consumismo antes que la ciudadanía.

Por consiguiente, todavía los efectos de procesos de reconocimiento son limitados y las estrategias de inferiorización y/o de asimilación no generosa siguen siendo utilizadas y priorizadas por los poderosos. De hecho, la precarización salarial, uno de los principales procesos generadores de desigualdad con la globalización, ha sido -justamente- viabilizada por la incorporación masiva de mujeres al mercado laboral desde la última década del siglo pasado. Han sido las mujeres las que han ocupado mayoritariamente los puestos inferiores de la estructura ocupacional. Así, precarización salarial y feminización laboral son caras de una misma moneda mostrando como desigualdades socioculturales siguen acoplándose a las de clase reforzándolas.

A lo largo de toda la historia de la región, las élites han sabido y han logrado desempoderar al “otro” subalterno (mujer, indígena, afrodescendiente, inmigrante, etc.), despojándole de una ciudadanía plena e impidiéndole así el acceso a las verdaderas oportunidades de acumulación o condenándole a la explotación. Esta es la principal imagen que deja esta otra mirada sobre las desigualdades de América Latina que es más compleja que la mera pugna entre individuos por ingresos.

Desde San José, Costa Rica

Referencias 

Bastos, S. (2005): Análisis conceptual de la diversidad étnico-cultural en Guatemala. (Reflexiones en torno a lo aparentemente evidente), texto preparado para el Informe de Desarrollo Humano del PNUD, Guatemala.

Castel, R. (1997): La metamorfosis de la cuestión social: una crónica del salariado, (Buenos Aires, Paidós).

López, R; Figueroa B., E y Gutiérrez C., P. (2013): La ‘parte del león’: nuevas estimaciones de la participación de los súper ricos en el ingreso de Chile, Serie Documentos de Trabajo, Nº 379, (Santiago de Chile, Facultad de Economía y Negocios/Universidad de Chile).

Mesa-Lago, C. (2004): “Evaluación de un cuarto de siglo de reformas estructurales de pensiones en América Latina”, Revista de la CEPAL, Nº 84.

Mora Salas, M. (2010): Ajuste y empleo: la precarización del trabajo asalariado en la era de la globalización, (México, El Colegio de México).

Roberts, K. M. (2012): The Politics of Inequality and Redistribution in Latin America´s Post-Adjustment Era, Working Paper, Nº 2012/08, (Helsinki, UNU-WIDER). 

Juan Pablo Pérez Sáinz es sociólogo e investigador de FLACSO desde 1981. Ha trabajado en FLACSO-Ecuador, FLACSO-Guatemala y, desde 1992, en FLACSO-Costa Rica. Posee una Maestría en Sociología, Université Paris-Sorbonne, y en Estudios del Desarrollo, Institute of Social Studies, La Haya. Obtuvo su Doctorado en Economía en la Universidad Libre de Bruselas. Las reflexiones de este texto provienen de su último libro: Mercados y bárbaros. La persistencia de las desigualdades de excedente en América Latina (2014).

2º nota de la serie La persistencia de las desigualdades en América Latina. que publicará Contrapuntos con aportes de diversos/as intelectuales latinoamericanos/as sobre los procesos de producción y reproducción de las desigualdades en Latinoamérica.

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