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Tribuna
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Con la reforma laboral a cuestas

Lo ocurrido se parece más a un reparto del empleo existente que a una creación genuina de trabajo

Cuanto más se empantana la reforma laboral del PP entre sentencias judiciales adversas, con mayor ímpetu se convierte, para el Gobierno, en el principal activo político de esta legislatura. A los tres años de su aprobación parece oportuno hacer un balance. Pero, ¿cómo se mide el éxito de una reforma laboral? En el tiempo de democracia hemos realizado una docena de reformas del Estatuto de los Trabajadores de 1980. Durante esta Gran Recesión, por ejemplo, ha habido dos con el PSOE (2010 y 2011) y otra con el PP. Y en todas ellas, como decía el recordado catedrático Luis Toharia, las consecuencias más significativas casi nunca están entre lo previsto por los reformadores. ¿Sucede lo mismo con esta última? De momento, con los tribunales echando para atrás una buena parte de ERES de nueva factura e, incluso, cuestionando la supresión de la ultraactividad de los convenios, la incertidumbre predomina entre los inversores.

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La reforma de marzo de 2012, se nos dijo, buscaba proteger el empleo, facilitando la creación del mismo gracias a una importante rebaja de la indemnización por despido improcedente y a la eliminación de la autorización previa en caso de despidos colectivos. Se suponía que se crea más empleo, cuanto más fácil y barato es despedir. El resultado, sin embargo, ha sido el contrario: el número de despidos, individuales y colectivos, subió en 2012 y 2013, alcanzando récords históricos. Todavía hay 538.900 ocupados menos, entre la última EPA y la del cuarto trimestre de 2011, una cifra de destrucción de empleo similar a los 557.000 cotizantes menos a la Seguridad Social de hoy respecto del final de 2011. Si añadimos que ha habido un fuerte incremento de ocupados a tiempo parcial y un gran descenso en los de tiempo completo (casi un millón menos), es fácil concluir que lo ocurrido tras la reforma se parece a un reparto del empleo existente más que a una creación genuina de empleo neto, que todavía no se ha producido respecto a la situación anterior a esta reforma.

Atribuir a una reforma laboral la capacidad de crear empleo es, cuanto menos, presuntuoso, ya que la normativa sólo acompaña la marcha de la economía. En las últimas décadas hemos creado y destruido mucho empleo, según las fluctuaciones de la demanda agregada y sobreponiéndose a las leyes laborales vigentes. Y ahora, si con la recuperación empezamos a crear empleo, se deberá a una reactivación del consumo privado por factores bien distintos a la reforma. De hecho, como refleja el último Barómetro de EL PAÍS, solo el 6% del empleo creado puede ser atribuido a la reforma, según los directivos empresariales encuestados.

Reducir la temporalidad, fomentando la estabilidad era el segundo objetivo. Tampoco se ha conseguido. La tasa de temporalidad continúa oscilando en torno al 24%, aunque se ha incrementado la rotación con muchos más contratos de menor duración cada uno, pero obligados a trabajar más horas de las cobradas (ha subido un 4% la media de horas trabajadas por ocupado) y con salarios donde el mínimo ya no es una excepción.

Los tribunales han echado para atrás una buena parte de ERES de nueva factura

Incrementar la adaptación de las empresas a condiciones cambiantes, reduciendo la propensión al despido como principal válvula de ajuste, era el tercer objetivo que se pretendía conseguir mediante la flexibilización de la negociación colectiva. Para ello, por primera vez en democracia, se suprimía la permanencia del convenio colectivo mientras se negociaba el nuevo (ultraactividad). El resultado está siendo un incremento alarmante del número de trabajadores sin la cobertura de la negociación colectiva: los 10,5 millones de trabajadores protegidos por convenio en 2011 se han convertido en 8,3 millones en 2013 y todo apunta a una caída histórica que podría dejar en la mitad el número de trabajadores con convenio, respecto al de antes de la reforma.

La reforma laboral no ha conseguido, pues, los objetivos declarados. Pero se ha convertido, sin embargo, en pieza clave de una estrategia anticrisis que ha primado el apuntalar al sistema financiero, para luego reconstruir los márgenes empresariales y, solo, en tercer lugar, preocuparse por la renta de las familias. Esta reforma ha permitido abaratar costes laborales en las empresas (más despidos, más baratos y fuertes bajada salariales), ha fortalecido la capacidad negociadora de los empresarios (desplazando el equilibrio en la negociación colectiva) y ha precarizado las condiciones laborales, hasta crear una nueva categoría de “trabajador pobre” (los salarios nominales han caído, por primera vez). Se entiende, pues, que los haya muy contentos con esta reforma. Pero también que otros muchos no lo estén, incluyendo los más de ocho millones de adultos en paro, sin cobertura, o con trabajos muy precarios, a veces, por pocas horas semanales.

Esta ha resultado la reforma de un Gobierno conservador, que apuesta por convertirnos en un país low cost, con empresarios más poderosos y trabajadores con menos derechos. Pero la reforma laboral que necesita la España cohesionada del conocimiento, la ciencia, la innovación y el valor añadido, todavía sigue pendiente. Por ello, aunque todos vamos con la reforma laboral a cuestas, unos la llevan en la peana y otros, como una cruz.

Valeriano Gómez fue ministro de Trabajo entre 2010 y 2011 y Jordi Sevilla, de Administraciones Públicas entre 2004 y 2007.

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