Hitler o Stalin
Como en los años treinta, cuando las democracias eligieron entre dos dictadores, ahora hay que escoger de nuevo entre dos males
El único enemigo que de verdad cuenta es el que amenaza directamente a nuestras vidas. Para los ucranios europeístas, los polacos o los bálticos, no hay peor enemigo que los rebeldes prorrusos, apoyados, organizados y pertrechados por Putin y sus servicios secretos. Para los cristianos de Oriente o los chiíes de Irak, no hay más enemigo que el Estado Islámico, que asesina a los hombres, esclaviza y viola a mujeres y niños, y pretende dejar la geografía árabe como la palma de la mano, ocupada solo por los sangrientos imitadores de los piadosos ancestros compañeros de Mahoma.
Las víctimas no pueden escoger. Quienes tienen responsabilidades a la hora de parar las matanzas son los que no tienen más remedio que hacerlo. Y a la hora de establecer las prioridades no deben dejarse engañar por la retórica, las apariencias o los sectarismos ideológicos.
La primera es parar la matanza en Siria e Irak y frenar al Estado Islámico. Hay razones de seguridad: los tentáculos del califato ya llegan a Libia y pretenden alcanzar Argelia y Túnez, con el propósito de saltar a Europa; y ahí están los millares de soldados perdidos de los suburbios europeos, dispuestos a regresar con todas las ansias de muerte que ya han demostrado. Pero hay además un nuevo genocidio en marcha, con el objetivo de exterminar las minorías religiosas, que los gobiernos decentes del mundo tienen la obligación de parar.
La derrota del Estado Islámico exige pactar con el Irán de los ayatolás y con la dictadura de Bachar el Asad. Así de claro y duro. El primer pacto está ya descontado en Washington y en las cancillerías europeas, pero por otro motivo. Para que Irán no fabrique la bomba nuclear y desencadene una peligrosa escalada en la región hay que culminar la negociación que empezó en 2013 y alcanzar un acuerdo nuclear que tiene muchos enemigos: los ultras iraníes; la derecha israelí, encabezada por Benjamin Netanyahu; la monarquía saudí y los republicanos empeñados en evitar que Obama se apunte un éxito de tanto calibre. Más difícil de tragar es que Bachar el Asad, el mayor carnicero de la primavera árabe y del invierno que ha seguido, salga vivo y coleando gracias a su protector iraní. Llegamos así al último dilema, cuando descubrimos que ni el acuerdo nuclear ni la neutralización del Estado Islámico se producirán sin la diplomacia rusa y el visto bueno de Putin.
Como en la Europa trágica de los años treinta, cuando las democracias eligieron entre Hitler y Stalin, ahora hay que escoger de nuevo entre dos males, ambos insoportables. Putin es una amenaza estratégica, en el largo plazo, igual que lo fue Stalin en su día; pero la amenaza absoluta, inminente, existencial, es el califato terrorista. Es cuestión de optar o, si se quiere, de hacer las cosas por su debido orden, una después de otra, en vez de no hacer nada con el pretexto de que se hacen todas. Pero hacerlas.
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