Los frutos del terror
Nunca le habían gustado ese tipo de películas. Ni siquiera las de suspense clásicas, en blanco y negro, aunque podía verlas, incluso tolerarlas
Todo empezó con una película de terror.
Nunca le habían gustado ese tipo de películas. Ni siquiera las de suspense clásicas, en blanco y negro, aunque podía verlas, incluso tolerarlas, siempre que no hubiera niños de por medio. No soportaba las películas de violencia con niños, y menos las modernas, con eternas pisadas silenciosas, cuchillos lentísimos y sangre a borbotones. Y sin embargo, aquella se la tragó. Porque era buenísima, decían sus amigos, porque era divertida, irónica, original, porque, de puro violenta, era para partirse de risa.
No le gustó y tampoco se rio, pero lo más sorprendente de todo fue que no llegó a tener miedo. No entendía por qué, pero ni aquella sintonía macabra de campanitas y carcajadas infantiles, ni los planos de los pies del asesino, ni los ojos abiertos del niño que veía lo que los espectadores estaban obligados a adivinar, llegó a darle miedo en ningún momento. Porque mientras aquella trama terrorífica se sucedía ante sus ojos, su estómago se apoderó del resto de su cuerpo, de su cerebro, de sus nervios, de su corazón, para desarrollar una voz que le hablaba por dentro. Tú sabes lo que es esto, le decía. Aunque en tu vida no haya sangre, aunque en tu casa no resuenen las pisadas de ningún asesino, aunque tus hijos duerman tranquilos en sus camas, tú sabes lo que es esto.
Aquel descubrimiento resultó tan asombroso que, por primera vez en su vida, fue capaz de contemplar gargantas degolladas, sierras mecánicas destripando cuerpos, miembros cercenados dispersos por un jardín, sin sentir asco. Por primera vez se dio cuenta de que los niños asesinados en la pantalla no eran más que actores, de que las manchas rojas provenían de bolsas de líquido sintético, de que los planos más terroríficos se habrían rodado una y otra vez, haciendo pausas para descansar o para que el equipo se comiera un bocadillo. De repente, los andamios de la ficción, el juego simulado de la violencia y el pánico, la trampa y el cartón del terror de mentira, se hicieron tan evidentes que habrían podido parecerle cómicos. Habría podido reírse de aquella película, con aquella película, si su estómago no se hubiera reconocido en ella, si no hubiera sabido señalarle con un dedo invisible el paisaje de su vida.
Mientras una familia entera moría asesinada ante sus ojos de las más truculentas maneras, se daba cuenta de que sabía todo eso, aunque hubiera elegido vivir aparentando que lo ignoraba
Antes de que terminara, empezó a recordar y se asombró al reconocer la frecuencia con la que su estómago se había hecho presente, duro y gigante como una roca, en los últimos años. Era una persona pacífica, y se había desvivido por conquistar la paz mientras la guerra se multiplicaba a su alrededor. Era una persona tranquila, y se había violentado íntimamente demasiadas veces para intentar imponer tranquilidad. Así, con el paso del tiempo, la felicidad se había evaporado del horizonte de su vida, y se había conformado con la paz. Hacía mucho tiempo que había dejado de aspirar a ser feliz, que sólo aspiraba a vivir en paz, y no lo había conseguido.
Lo más raro es que sabía todo esto. Mientras una familia entera moría asesinada ante sus ojos de las más truculentas e inverosímiles maneras, se daba cuenta de que sabía todo esto, de que hacía mucho tiempo que lo sabía, aunque hubiera elegido vivir aparentando que lo ignoraba. Entonces, mientras el niño más pequeño se escondía en el granero, con su pijama blanco estampado con cebras y su osito de peluche, comprendió que su estómago ya nunca dejaría de hablar, que no le consentiría olvidar el momento en el que se hizo presente para explicarle lo que su cerebro y su corazón se habían negado a entender. Y experimentó algo semejante a lo que sentirían aquellos condenados medievales a quienes les ataban un caballo en cada muñeca, otro en cada tobillo, para que los despedazaran galopando en direcciones opuestas. Ante aquella imagen, su estómago no se relajó. Se contrajo para dolerle todavía más.
Cuando se encendieron las luces, sus amigos sonrieron, se miraron, empezaron a comentar lo mal que lo habían pasado, y le parecieron ajenos, como si, más que extraños, pertenecieran a una especie diferente. La película de terror había desembocado en una de extraterrestres. Eso, que el propio cine, las caras que veía, las voces que escuchaba, le parecieran desconocidas y, más aún, sospechosas, casi peligrosas, le resultó más extraño todavía. Estoy delirando, se dijo, esto es una alucinación, tiene que serlo…
Al salir a la calle, su pareja le cogió del brazo.
–Vamos a tomar algo con éstos, ¿no?
–No, yo prefiero irme –respondió–. Tengo mucho sueño.
Y se fue.
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