Intenciones
Mientras nuestra seguridad dependa de la voluntad de un par de fanáticos religiosos dispuestos a entregarse al martirio con alegría, las exhibiciones de fuerza sólo servirán para recortar los derechos de todos

Dice un viejo refrán que el infierno está empedrado con buenas intenciones. Se podría formular al revés, porque las peores también sirven para cubrir el cielo. Al calor del doliente estupor, la indignación universal que ha sembrado el atentado contra Charlie Hebdo, el Gobierno se plantea endurecer la reforma del Código Penal prevista. Lo ha anunciado Fernández Díaz en su peculiar tono de soberbia quejica, con la altivez de un padre de la patria ungido por Dios y perpetuamente ofendido por la incomprensión de quienes no somos partidarios de la salvación que nos ofrece. Esta, en concreto, consiste en penalizar cualquier contacto con el integrismo musulmán, desde el registro de viajeros en líneas comerciales, lo que permitirá controlar los movimientos y, por tanto, limitar las libertades de cualquier ciudadano inocente, hasta la simple consulta de una página web sospechosa. Lo peor ni siquiera son las consecuencias de la receta de siempre —mucha, mucha policía—, sino la inutilidad de su aplicación en un contexto terrorista radicalmente distinto al de ETA, el inmarcesible chip implantado en el cerebro del ministro y sus compañeros de partido. Mientras nuestra seguridad dependa de la voluntad de un par de fanáticos religiosos dispuestos a entregarse al martirio con alegría, las exhibiciones de fuerza sólo servirán para recortar los derechos de todos e incentivar, si acaso, el yihadismo. Los mártires no necesitan recibir instrucciones, mucho menos órdenes, porque su Dios les habla al oído y les promete la gloria eterna. ¿Hay quién dé más? Sólo ha existido un arma capaz de derrotar al fanatismo religioso a lo largo de la historia, y ha sido la libertad. Así que, una vez más, vamos en dirección contraria.
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