2015
Creo que no he llegado a vivir nunca un año en el que se hayan cifrado expectativas tan altas, tan felices y ambiciosas, como las depositadas en 2015
Los españoles de mi edad se acordarán. En los tiempos del TBO, cuando el 31 de diciembre felicitábamos el Año Viejo a quienes lo despedían con nosotros, éste aparecía dibujado como un viejo encorvado, decrépito, que con una mano se apoyaba en un bastón para enarbolar, con la otra, un racimo de uvas. A su lado, un bebé sonrosado y risueño, con un pañal blanco y un chupete en la boca, representaba al Año Nuevo. Lo recuerdo ahora no sólo porque he vivido pocos años que se hayan quedado tan viejos, tan caducos e inservibles antes de terminar como 2014. También, y sobre todo, porque creo que no he llegado a vivir nunca un año en el que se hayan cifrado expectativas tan altas, tan felices y ambiciosas, como las que muchos españoles han depositado en 2015, aunque sus grandes esperanzas no circulen siempre en el mismo sentido. Para quienes aspiran a que la coyuntura económica mejore hasta el punto de que nada importante llegue a cambiar en este país, 2015 es un año clave. Para quienes confían en que esa mejora propicie un cambio controlado que no desmantele la alternancia en el poder, no es menos importante. Para quienes aspiramos a que la Transición termine de una vez, a que la democracia española se normalice de forma definitiva para que empiece un tiempo verdaderamente nuevo, es el año decisivo. Probablemente, ninguna de estas expectativas llegará a verse cumplida por completo, pero parece aún más probable que 2016 empezará en una España distinta a la que hemos conocido en los últimos 40, incluso 80 años. Ojalá tan grandes esperanzas abran la puerta de un futuro mejor. Ojalá las grandes expectativas no soporten nada más que pequeñas decepciones. Ojalá sean ustedes más felices en 2015 que en 2014. Feliz Año Nuevo.
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