Poder de mando
La dimisión forzada de Torres-Dulce deja claro que el Gobierno no quiere una fiscalía autónoma
La renuncia del fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, clausura un largo periodo de tensiones con el Ejecutivo y abre otra vía de agua en un Gobierno al que le sobran los problemas. Relevar al fiscal en vísperas de un año de elecciones generales y de posibles juicios sobre corrupción muy perjudiciales para el PP —y hacerlo después de un largo y evidente periodo de acoso que los obligados desmentidos de ayer no podrían disimular— confirma la falta de respeto del Ejecutivo hacia el papel autónomo que el fiscal general debe ocupar en el equilibrio institucional del país.
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Hace tiempo que el fiscal quería marcharse, harto de soportar presiones. La crónica del desencuentro anunciado se ha precipitado por la tramitación de la querella contra Artur Mas y otras autoridades catalanas, en cuyo recorrido el ahora dimisionario dejó patente su incomodidad por la falta de respeto a la autonomía del ministerio público—la jefa del PP catalán, Alicia Sánchez-Camacho, se permitió anunciar los planes de la fiscalía antes de que existieran—. El episodio cuestiona también la táctica de judicializar problemas políticos tan importantes como el del soberanismo catalán y la insuficiencia de tratar semejante asunto sobre la base de usar a la fiscalía.
Antes de que surgiera la cuestión de la querella, Torres-Dulce había pedido una importante dotación de medios para el ministerio público, sin obtener satisfacción. En principio, confió en un proyecto prometido por el exministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, para incrementar los poderes de investigación de la fiscalía. Pero inmediatamente se encontró ante la frustración de que el Gobierno incumpliera su compromiso. Las diferencias de fondo entre el fiscal y el Gobierno fueron siempre profundas durante el periodo de Gallardón, y se han ido agravando con su sucesor. Algunos ministros no tenían escrúpulos en criticar en muy duros términos su actuación.
La vacante en la Fiscalía General del Estado coincide, además, con el malestar de la Sala de lo Penal del Supremo —en concreto, de 13 de sus 18 magistrados— respecto a lo que han considerado declaraciones poco respetuosas de varios miembros del Gobierno hacia los jueces que decidieron la excarcelación de Santi Potros, en interpretación de una norma europea.
Todo esto no hace sino profundizar el clima de tensión entre el poder ejecutivo y el mundo de los jueces y de los fiscales, o al menos de partes significativas del mismo. Parece evidente que al Gobierno le gustaría imponer más clara y enérgicamente su poder de mando y que no termina de conseguirlo en terrenos muy sensibles, llenos de patatas calientes sobre las que un cierto coro político y mediático le critica por no ejercer su autoridad de modo mucho más contundente.
Queda claro que el Ejecutivo no quiere una fiscalía autónoma cuando toda una serie de causas judiciales, políticamente muy sensibles, se encuentran en pleno desarrollo.
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